Nuestras calles, corredores de la muerte

Nuestras calles, corredores de la muerte

Deambula una juventud envenenada por las drogas, expuesta a los peligros

Por: CARLOS ARTURO DIAZ ORTIZ
junio 15, 2018
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Nuestras calles, corredores de la muerte
Foto: Pixabay

Todos los días cuando me dirijo a mi oficina veo en la calle a hombres jóvenes que se pasan la vida en las esquinas, allí sentados, acostados o literalmente tirados; y no puedo evitar pensar que, sin estar acusados o detenidos por delito alguno, están condenados a muerte en un país donde no existe esta pena de manera legal. Un país que además repudia dicha condena con ahínco, como en la mayoría de naciones del mundo. Están condenados a muerte porque en su "hogar", la calle, solo les espera drogadicción, riñas, enfermedades y otros males no menores, que acaban con sus vidas en corto plazo tiempo.

Hablamos de la misma sociedad que condena el aborto o IVE (interrupción voluntaria del embarazo), permitido desde 2006 bajo causas especiales, pero que ve indolente cómo hombres y mujeres jóvenes mueren en nuestras calles, principalmente por la drogadicción. Pasa todos los días, ante nuestros ojos y los del Estado, sin ninguna censura, la que sí utilizamos cuando celosamente cubrimos la imagen del rostro de un menor en un medio noticioso o en un video con la ejecución de un soldado norteamericano por parte de ISIS.

Como una burla gramatical y a la dignidad de una nación, nuestras calles se han convertido en “corredores de la muerte”, nombre que se le da a las celdas que albergan a los condenados en los países que aplican esta pena. Deambula por nuestras calles una juventud envenenada, ante nuestros ojos que miran, pero no ven, ante los ojos de nuestros hijos que asimilan que esto sucede porque es “normal”, lo que mina su formación social y distorsiona su escala de valores.

¿Quién se apersona de esta población condenada a muerte? ¿Quién realiza una estadística? ¿Quién levanta una mano para abogar por estos enfermos y desvalidos? Nadie. La única reacción pasa por ignorar una realidad que en el fondo nos duele, pero que es mejor no significar para así atenuar nuestra culpa y responsabilidad.

No obstante, no sirve de nada hablar del problema si no se habla de causas, paliativos, y lo que es más importante, posibles soluciones a una realidad que aqueja nuestra sociedad de manera tan profunda.

Las causas del problema son diversas; sin embargo, el narcotráfico aparece en escena como claro protagonista. Se trata de una actividad ilícita, rechazada y penada, pero que se encuentra tan enquistada en todo lo que conocemos como el peor de los cánceres y que pasa como normal ante nuestro silencio e impotencia. Combatirlo es el objetivo, pero un Estado permeado por estas prácticas no es eficiente y los avances son pírricos. Se aúnan otros ingredientes, como la pobreza, la delincuencia o la corrupción, males todos ellos combatibles, pero con luchas arduas y de lentos resultados. Tiene el Estado una gran responsabilidad de protección social que los habitantes de esas calles piden a gritos. Ellos y otros cuantos más que darían para otras líneas.

Entre tanto, estos condenados a muerte siguen su corto destino. Si las causas son diversas y difíciles de solucionar, debemos buscar caminos a través de entidades privadas, públicas y ONG que vinculen lo privado y lo oficial en una causa común. ¿Por qué las empresas nacionales o multinacionales, ya sea de cigarrillos, gaseosas, comida, vestuario, no lideran, con una ínfima parte sus utilidades, programas de recuperación y reinserción de estos condenados?, ¿por qué mientras se ven frutos de acciones coyunturales, pero de lento desarrollo, el Estado no interviene para ayudar a estas personas que son también parte de lo que somos?

Podría haber seguido para la oficina como todos los días, mirando morir ante mí a estos jóvenes condenados que podrían ser mis hijos, hermanos o amigos, pero hoy he querido no ignorarlos. ¿Seguirá usted haciéndolo?

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