La primera vez que la Trilogía sucia de La Habana llegó a mis manos, acababa de regresar de mi segunda visita a esa escurridiza ciudad. Todo había cambiado para entonces. Entre cierta nostalgia y curiosidad (el título me estremeció desde el primer momento) la leí en un par de noches. Tres o cuatro por mucho. Se trataba de una colección de cuentos escrita por un experiodista censurado por el régimen a quien la vida recientemente había abatido con un divorcio. Su nombre: Pedro Juan Gutiérrez.
La sombra hambrienta, en la que se había convertido, en los peores días de la isla, los días del “Período Especial”, vagaba por las calles de Centro Habana (el barrio más brutal de Cuba) a la deriva de sí mismo entre la perdición del ron, la poesía, y las mujeres (conocidas, desconocidas, ajenas y ausentes). Y fue ahí, en esa oscuridad, entre historias llenas de carencias y anécdotas sin propósito, que empezó a reconocerse. En esa estrecha ceguera vio cristalizar su fatalidad: escribir con el pellejo y los nervios. Imparable. La vida que se había desvanecido regresaba a él transformada en su más íntimo anhelo: vivir del oficio de escribir. Soberano. Furioso.
Una lectura rápida de los textos de Pedro Juan Gutiérrez, entre los que se encuentran Animal Tropical, El insaciable Hombre Araña, Carne de perro y El rey de La Habana, podrían confundir el propósito de su prosa. Aunque se tratan, sin excepción, de historias entrañadas que merodean y desvisten entre sexo (mucho sexo que extravía) y habitan olores, gemidos y sudor (mucho sudor que consuela) la obra del cubano parece esconder una búsqueda mayor: enseñar a vivir a pesar de la dureza de la vida.
Aunque se trata de historias entrañadas que merodean y desvisten entre sexo
y habitan olores, gemidos y sudor la obra del cubano parece esconder
una búsqueda mayor: enseñar a vivir a pesar de la dureza de la vida
Un hombre ante sí, un marginal en un mundo marginado, camina las calles del prolongado Malecón, presenciando la tragedia humana: no poder ser más que nosotros mismos. Compra una botella de ron callejero, metralla pura y sube a su terraza en la calle San Lázaro para evitar, entre buches de alcohol barato y desgarrador, la manía de tratar de entender al mundo, cuando ante él, infaltable e inmenso, se abre el telón del escenario, la función que tarde a tarde, entre el salitre que acaricia hiriendo su cara, lo convence de seguir. Paso a paso, día a día. Ahí lo tiene ante sus ojos, presente: el Mar Caribe.
Haber nacido cobijado entre montañas, con el alma templada y la vergüenza llena de nudos, no me ha impedido, cada vez que lo tengo ante mí, poder sentirme mar también. El hombre del interior, el hombre de adentro, se sacude vencido, ante la invitación de la brisa y el rumor incansable de las olas. Risa de mar. Y lo contempla con el ánimo egoísta de la capital, de asirlo y encerrarlo. Inútil. Por derecho, todos nos merecemos un pedazo. Pero no así. El mar se queda. Usted se queda. Somos planes dibujados en la arena, pasajeros, peregrinos. Nos vamos.
Pedro Juan se endureció, dejó de darse consejos y se mantuvo firme, solo tambaleante por merecidas borracheras. Se detuvo y sin temor miró hacia el precipicio que de vez en cuando nos visita: el privado. Se convirtió en espejo roto, machete y delator, abandonó el mal hábito de saber comportarse. Tragó otro buche de ron y se repitió la lección más valiosa, la única, que aúlla a metáfora sexual: endurécete Pedrito, endurécete.
@CamiloFidel