Pedro Claver Téllez estuvo a punto de que lo matara el ELN cuando en una emboscada, en el Catatumbo, a mediados de los 90, un lugarteniente analfabeta ordenó que lo fusilaran. Le salvó la vida un superior, ideólogo del grupo rebelde, quien identificó a tiempo al intrépido cronista, que en su morral solo llevaba una muda de ropa, un par de tenis, varios libros, una grabadora y una libreta de apuntes, todo en busca de una entrevista con el máximo comandante Nicolás Rodríguez Bautista, alias Gabino.
A Téllez no lo mató la fiebre amarilla ni las mordeduras de víboras o las picaduras de mosquitos endémicos de las zonas del Guaviare, el Vichada, el Vaupés, o el Amazonas, o donde se internara en sus expediciones desafiantes. Iba preparado para esas riesgosas travesías por la manigua con su paquete de antídotos, desinfectante, vendas, esparadrapo y suero antitetánico.
En la Sierra de la Macarena se salvó de milagro de morir en un accidente aéreo, cuando la avioneta que lo transportaba se desplomó sobre unos matorrales, y su fijack se enredó entre los bejucos: “quedé colgando como un muñeco de feria, y no sufrí ni un rasguño”, contaba Téllez en sus amenas tertulias de tinto y cerveza en el café- bar El Quijote (segunda planta del centro comercial Los Ángeles, antiguo Nutabes), donde se reunía con amiguetes, poetisas seducidas por su parla, o estudiantes de periodismo que lo buscaban para que los asesorara en tesis de grado, la mayoría relacionadas con temas de crónica roja.
Todo un personaje
Delgado, de mediana estatura, cola de caballo, barba luenga y ceniza, halo fantasmagórico, pellejo de babilla, ojos grandes, expresivos, blindados por unos anteojos gruesos como de culo de botella, Pedro Claver birló muchas veces los arañazos de la muerte que se le presentó de las formas más insospechadas, como cuando se escurría por selvas, trochas, ríos y veredas, tras las huellas de legendarios bandidos como Chispas, Sangrenegra, Desquite, Jair Giraldo, Clemente Roncancio, el Jinete de la noche, Tarzán, Colmillo, el Ganso Ariza, la banda de Los Tiznados, o su primo, Efraín González Téllez, más conocido como Efraín González, o Juanito, a quien él perfiló como el Bandido de los siete colores, entre otros temibles del prontuario judicial que hacen parte de su agotado libro ‘Crónicas de la vida bandolera’ (dedicado a Angélika, su ex mujer, y a sus hijos Aimary, Kira y Marvan).
Téllez también pasó de largo las amenazas de los capos de las esmeraldas y de sus matones a sueldo, en sus riesgosas pesquisas por minas y mentideros de comerciantes de Muzu, Chivor y Otanche, y demás reservorios de las codiciadas gemas, en la época de las cruentas guerras que acontecieron en los años 70, 80 y 90, no solo en Boyacá sino en Cundinamarca, Tolima y Bogotá, mientras los tabloides no cesaban de registrar a toda página masacres y tiroteos a cualquier hora del día, o en las cantinas de Boyacá y sus campos, y sus intempestivos cortes de luz, donde los guaqueros, empachados de licor y vagabundería, encendían manojos de billetes para alumbrarse. De todo eso escribió en su libro ‘Verde’.
Sus mejores amigos
Como si le hubiera negociado el alma al mismísimo demonio, Pedro Claver tampoco sucumbió a las afrentas de los carteles de la droga, ni mucho menos a las feroces arremetidas de los atracadores del centro capitalino, que lo acechaban, llevado por los tragos, camino a los pagadiarios de la calle 20 con carrera cuarta, donde solía pernoctar por 15 o 20 mil pesos, o en los últimos años, los más dolorosos de su precaria y trashumante existencia, camino a la pieza en arriendo que le ayudaba a pagar su hija Aimary, en un viejo inquilinato del barrio La Concordia. Un día, con moretones en el rostro, mostró los agujeros de puñal del morral donde portaba su computador. Luchó a muerte para que no se lo robaran. En esa embestida, confesó que los malhechores le pisotearon sus gafas.
A Pedro Claver Téllez no lo mataron las balas ni los caimanes ni las serpientes venenosas ni los bichos ponzoñosos que abundan en las tenebrosas marismas de la jungla. Lo fue acabando un potro de un kilo, traducido en una hernia inguinal que le dificultaba caminar y que lo ahogaba de dolor por temporadas. De eso da fe Óscar Montero Arana, poeta y periodista, reconocido como el escribano del amor en parques y plazas capitalinas, y en la Feria del Libro de Bogotá, por garrapatear acrósticos, poemas, cartas piadosas y dedicatorias con una pluma de ganso pasada por tinta china. Otro personaje de la cotidianidad citadina.
Montero Arana fue el último bordón que tuvo Pedro Claver en el triste final de sus días, entre la soledad y el abandono, con esa insufrible carga de los años, agregada al potro salvaje de su hernia. Fue el último que lo vio en su lecho de moribundo, en la Clínica Colombia, en donde Téllez dejó de existir en la noche del pasado domingo 16 de octubre, a la edad de 81 años.
En el transcurso de este año, lo visitaba dos o tres veces por semana, o se encontraba con él en el Oxxo, vecino del edificio de la Procuraduría General de la Nación. Lo acompañaba a las citas médicas o a reclamar remedios en los dispensarios. Pese al encabronado genio del cronista, Montero Arana luchó hasta lo indecible para que se hiciera operar de la hernia que lo consumía, siempre con una altanera negativa. Igual sucedió con el control de oftalmología. Dice el escribano que no cumplió el tratamiento indicado ante un problema delicado de los ojos.
Montero resume la partida de su amigo, el escritor, como “una lamentable pérdida para la literatura colombiana, y un enorme vacío por la entrañable amistad que nos unió”.
Fernando Cortés, periodista y asesor de la consejería de comunicaciones de la Presidencia de la República, conocía a Pedro Claver Téllez de 1985. Fue su alumno en la academia y compañero de trabajo en la redacción de Cromos. Aunque Cortés siempre mantuvo en silencio la ayuda económica que con frecuencia le aportaba, Téllez lo veía como un hijo, un gran ser humano, que sin interés alguno, solo por la estrecha amistad, lo sacaba de aprietos.
“No he conocido una persona tan entregada a su oficio como el maestro Pedro Claver, y a la vez tan desprendido de todo lo material -refiere el comunicador-. Reportero y violentólogo como el mejor, incansable en sus investigaciones. Se aventaba al peligro sin medir consecuencias. Vivía para el periodismo”.
“Era fácil encontrarlo en el centro de Bogotá, por la avenida 19, donde tenía sus sitios fijos para tomar tinto, o en la Biblioteca Luis Ángel Arango, a donde iba a leer, investigar y escribir, o en la noche, en el barcito El Quijote. Fue mi maestro en muchos proyectos. Asesoró varias de mis publicaciones, una de ellas, El asesinato de Galán, el primer libro que se publicó sobre el magnicidio”.
aa“Pedro Claver, no obstante sus años, era un hombre de un vigor y un aguante impresionantes. Gran conversador y contador de historias, que narraba a sus contertulios con su tono grave y cautivante. Vivía al día y al límite. La última vez que lo vi fue el pasado viernes. Su vida ya se estaba apagando. Lo recordaré como el gran maestro”, concluye Cortés.
Siete veces Pedro
Lorena Álvarez Restrepo, escritora bogotana, también conoció a Pedro Claver de cuando cursaba estudios de periodismo en la Universidad Javeriana. Su admiración por el maestro la llevó a emprender un largo periplo de investigación sobre su vida y obra, condensada en la biografía Siete veces Pedro, metáfora de las siete vidas (como las del gato) del notable cronista, y de las siete mujeres que marcaron su existencia. “Vida folletinesca y periodismo de aventura de Pedro Claver Téllez”, cita el sumario del libro, con prólogo de Juan José Hoyos.
Para Álvarez Restrepo, su libro es un homenaje a quien dedicó su vida y su oficio en aras de comprender la historia de la violencia colombiana. “Es la lectura de un niño colombiano aterrado y al mismo tiempo seducido por la violencia, que dio paso al escritor apasionado por los bandoleros, guerrilleros, mafiosos y criminales; al lector insaciable de novela negra y crónica roja, al guionista de cine, al aventurero que recorrió los pueblos más recónditos del país, al amante errático, al bohemio, al solitario, a Pedro Claver Téllez, maestro del periodismo colombiano”.
Con Víctor Gaviria
En mayo del presente año, el director de cine antioqueño Víctor Gaviria, y Rafael Urrea, su hombre de confianza en asuntos cinematográficos, llevaron a Pedro Claver a Jesús María, Santander, su pueblo natal y el de su primo Efraín González Téllez, para que los asesorara en la narrativa de una serie documental basada en el perfil El bandido de los siete colores.
El resultado de este trabajo, un documental argumental pactado para 10 capítulos bajo el título Pedro y el siete colores, la dramática vida de un asesino asesinado, ópera prima de Rafael Urrea, que narra la novelesca y disoluta vida de Efraín por tierras santandereanas, entre 1960 y 1965. La premier de este valioso documento será en la Cinemateca de Bogotá este sábado 22 de octubre, a las 4:00 p.m., y el domingo 23, a las 8:30 p.m., su estreno por el canal TRO (Televisión Regional de Oriente), durante diez semanas consecutivas.
De los tiempos de Rodrigo D, Pedro Claver Téllez y Víctor Gaviria sellaron una afortunada amistad, de colaboración mutua y permanente. El pulso investigativo de Téllez fue vital para Sumas y restas, que además de la película retribuyó un libro de cómo se hizo la película, igual que con Sangrenegra, inspirado en la crónica La hora de los traidores. Recordar también el aporte de Pedro Claver como cronista en la realización de La sargento Matacho, película dirigida por William González.
El último cronista rojo
Lector de Raymond Chandler, Dashiell Hammett, Norman Mailer, Tome Wolfe, Roberto Saviano, Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa y Bruce Chatwin (novelista y cronista de viajes), entre otros pilares de la novela negra y el periodismo narrativo, el santandereano Pedro Claver Téllez, con su partida, se puede inscribir como el último maestro de la crónica roja en Colombia, permanente notario de la cruenta realidad del país en sus distintos conflictos, con una obra que ha sido material de consulta en facultades de literatura y periodismo, por nombrar algunos de sus libros: La hora de los traidores, Crónicas de la vida bandolera, Los tiznados, El bandido jubilado, Verde, La Pola, espía patriótica (escrita a cuatro manos con Fernando Cortés), y Biografía de un disparate, que recoge personajes pintorescos de la Bogotá de antes: El bobo del tranvía, el doctor Goyeneche, El artista colombiano, Pomponio, El Chivas, El conde de Cuchicute, entre otros.
Téllez fue cronista y articulista de prestigiosas publicaciones como El Tiempo, El Espectador, La Prensa, Cromos, el Diario de Occidente, El Pueblo, Cambio 16. También fue docente y tallerista de crónica en varias universidades del país, y fundador de la Agencia de Periodistas Asociados. Señor cronista, en el mejor sentido de la palabra, cuya única fortuna, en el discurrir de sus días, fue el trajinado morral de su computador y la cinta roja, atada al cuello, de donde pendían las memorias de la mayoría de sus libros. Esta fue la última entrevista que sostuvimos con él:
¿Por qué la obsesión por los bandidos en su oficio de cronista?
Porque soy de una región supremamente violenta del Magdalena Medio, Jesús María (Santander), generadora de bandoleros desde tiempos remotos, especialmente después de la Guerra de los Mil Días.
¿De niño veía películas de vaqueros?
Era muy aficionado al género ‘western’ lo mismo que del cine negro, y de muchos libros y folletines de aventuras. Creo que eso también me marcó para mi labor postrera.
¿Vivió en carne propia el drama de la violencia que azotó a su región?
Por supuesto. La primera gran impresión que tuve después de muchos años de no ir a mi tierra natal, fue encontrar afiches de Efraín González pegados en paredes, postes y árboles, con el rótulo de ‘Se busca’, con $200.000 pesos de recompensa, que en ese entonces era una fortuna. Años más tarde, cuando investigaba sobre la vida de Efraín, vine a descubrir que éramos primos.
¿Cómo lo sacudió ese parentesco?
Fue asombroso, porque había tomado dicho personaje como eje de investigación sobre los bandoleros de Colombia, y enterarme de esa familiaridad, pues me dejó anonadado.
En un principio, en su juventud, ¿llegó a ver a Efraín como a un héroe?
Hay mucho de heroico en las vidas de estos colombianos delincuentes y proscritos, por la sencilla razón de que son seres marginales que se saben perseguidos y acosados, y porque de alguna manera son víctimas de su propio condición. Son una especie de ángeles exterminadores.
¿No ha sentido vulnerada su psíquis por el hecho de haberle dedicado gran parte de su vida a la investigación y a la escritura de la criminalidad?
Desde luego que afecta profundamente, porque uno está todo el tiempo cercano a los hechos violentos y de sangre, esa sangre que ha bañado por lustros a nuestro país.
¿Por qué seremos así, Pedro Claver?
Eso tiene que ver con los orígenes de nuestra raza, con esas formas de injusticia y violencia que han vivido los campesinos ancestrales: atropellados, humillados, desterrados y muchas veces asesinados vilmente. Eso es como una herencia maldita que se cobra después con la misma sangre derramada. De ahí que exista un profundo resentimiento acumulado de muchos años atrás.
Quién, en su parecer, fue más resentido y feroz: ¿Efraín González o ‘Sangrenegra’?
Ahí no hay balanzas. Son dos personajes totalmente diferentes. Efraín González se rebeló contra un superior del Ejército que traficaba con armas y municiones, y, como registro en mi libro: ‘ahí se le jodió la vida’. Igual pasó con ‘Sangrenegra’, víctima de una serie de injusticias. Ya lo dijo Rosseau en su momento: ‘el hombre nace bueno, pero la sociedad lo corrompe’.
¿Quiere decir que el crimen y la violencia, y todo lo nefasto que ha narrado la historia, es obra de quienes nos gobiernan?
En buena parte, sí. Es el origen de mi libro ‘Verde’, donde hago énfasis en un desgreño administrativo del Estado, en lo que respecta al terreno esmeraldífero, ya que el hallazgo de Peñas Blancas, en 1961, fue hecho en un territorio que había sido posesión de campesinos 30 o 40 años atrás, y cuando descubren las minas, ahí sí el Gobierno interviene de manera estúpida y desobligante. La mayor parte de los conflictos y de la violencia armada es originada por la codicia de los recursos naturales y de la administración corrupta.
¿Habla de esa secuencia de guerras tras de guerras, de nunca acabar?
Guerras del caucho, guerras de las esmeraldas, guerras del petróleo, y la más cruenta de todas, la que más ha derramado sangre y cobrado víctimas inocentes, la guerra interminable de la coca.
¿Cuál es su lectura de los bandoleros actuales?
La delincuencia en este país es una epidemia. Colombia, está visto, ya no aguanta tanta corrupción y violencia. El descaro de quienes administran los bienes y el erario es infame y supera los límites de la ficción. Aquí se negocia en nombre de la religión, de la salud, de la educación, con el dinero del contribuyente, con todo. Ni hablar de las maquiavélicas alianzas entre el poder y el sector financiero, entre otros tipos de cáncer que corroen y destruyen nuestra nación.
¿Cree que es más dañina y arrasadora la corrupción administrativa que el mismo narcotráfico?
Mil veces peor, porque la administrativa es una corrupción legal, permitida, en la que también están involucrados los llamados ‘padres de la patria’. Fíjate lo que pasó con los Moreno (Iván y Samuel), con los primos Nule: son bandidos autorizados, y con la desvergonzada corruptela actual: el descarado robo de los $70.000.000.000 de MinTic con Centros poblados, y de delincuentes como Emilio Tapia, que ya va por el tercer escándalo, y que sin un ápice de pudor pide desde la cárcel ‘negociar con la justicia’.
Con todo lo que estamos viendo, ¿qué cree que nos espera?
Yo soy un tipo absolutamente escéptico. Nací en plena violencia. Tengo 81 años y sigo viviendo en un país, hoy por hoy, como te dije antes, más corrupto y violento.
Si se lo pidiera ahora mismo un editor, ¿qué historia, de tantas que pululan en este país, se pondría a investigar y escribir?
Sin pensarlo mucho, yo escribiría un libro que ya tengo visualizado y titulado: ‘Bandidos de cuello blanco’.
¿Un libro?, o querrá decir, ¿varios libros?
Una saga, porque como dijo Germán Vargas Lleras: ‘En La Picota no cabe un funcionario público más’.
A sus años, ¿qué lo aferra a la vida?
Los buenos libros y las mujeres hermosas.
¿Qué piensa cuando se mira al espejo con su gabardina de detective?
Que me siento como un detective de novela negra, como el Marlow, de Raymond Chandler, o el agente de La Continental, de Hammett”.
¿Qué acostumbra llevar en los bolsillos del gabán?
Libretas y bolígrafos, porque soy muy obsesivo por los apuntes.
¿Le teme a la muerte?
No le temo a nada ni a nadie.