El mundo se horrorizó cuando en Ruanda se desató una de las mayores masacres del planeta: cerca de 800.000 personas fueron asesinadas sistemáticamente. La causa: una guerra civil entre comunidades étnicas, no sin la presencia latente de los coletazos históricos de colonias extranjeras alemanas y belgas en la estructura política del país y sin la complicidad de la mirada observadora de quienes permitieron que esto sucediera.
Este caos estalló el 6 de abril de 1994, cuando fue derribado el avión en el que iban el presidente de Ruanda, Juvénal Habyarimana, y su similar de Burundi. Fue el detonante, más no la primera vez que se desencadenaban discordia y sangre.
En el siglo XIX, Bélgica bajo el reinado de Leopoldo II, se aliaría a la élite imperante en el gobierno ruandés: los tutsi. Este grupo ético dedicado a la ganadería no representaba sino el 14 % de la población, frente a una segunda casta nativa llamada hutu, básicamente agricultores que eran el 85%; el 1% restante lo conformaba una etnia de la que poco se habla: los twa. Estos eran los nativos originarios de lo que sería Ruanda y eran cazadores y recolectores; poco después llegarían los tutsi de lo que hoy es República Democrática del Congo; y los hutus de lo que actualmente se considera Etiopía (ampliar historia).
Poco a poco, los twa dejaron de tener presencia en lo que eran sus territorios, y la estructura social se armó en preferencia de los tutsi y los hutu, sobre todo los primeros. Con el paso del tiempo, esto dejó de ser relevante, y los hutus fueron quienes tomaron conciencia de que pese a ser más, no habían tenido posibilidades de gobernar y obtener mejores oportunidades; los belgas desesperados, convocan a elecciones, y el 1 de noviembre de 1959, Dominique Mbonyumutwa, un activista hutu, es apaleado por un grupo de tutsi. Estalla uno de los primeros conflictos. Luego de esto, los hutu logran llegar al gobierno mediante un golpe de Estado y hasta 1994 sería el presidente Juvénal Habyarimana, quien pese haber tomado el poder y establecerse como un dictador, hizo concesiones graduales a los tutsi; lo que poco gustó a los hutu. Y cuando explotó el avión en que viajaba el presidente, explotó la rabia del ala radical de la etnia hutu que se había establecido en las esferas políticas y económicas.
En Colombia, uno de los comienzos del caos que hasta hoy nos adolece, es el de la pérdida de la tierra. Supuso en la década de los 50 una respuesta campesina para tomar lo que era suyo y con el paso del tiempo la respuesta de un gobierno y un Estado negligentes, no ha sido coherente para dar solución.
Ambos países, Ruanda y Colombia, pasan por complejos problemas que resquebrajan la esperanza de seguridad y paz en sus ciudadanos, pero siempre hay gente que se arma de fe y de colaboración para generar oportunidades de sobreponerse a este tipo de situaciones. Tal es el caso del fotógrafo Pieter Hugo, quien en colaboración con la Asociación Modesto e Inocente (Association Modeste et Innocent, AMI), aconseja y guía a las familias de hutus a pedirle perdón a las tutsi por ser sus victimarios. En realidad, lo que hacen es reunir a víctima y victimario reales e intentar unirlos por el perdón y la reconciliación. A veces, se sella esto con un baile o entrega de de comida o víveres, pero como lo expresa Hugo: “las relaciones entre las víctimas y los atacantes varían ampliamente. Algunas parejas se presentan y se sientan juntos fácilmente, conversando sobre chismes del pueblo. Otras llegan esperando a ser fotografiadas pero negadas a algo más que eso. Claramente, hay diferentes grados de perdón”.
En este hermoso trabajo fotográfico, pueden evidenciar las fuertes y traumáticas historias de vida, que rompieron la tranquilidad, pero que poco a poco se han ido tejiendo gracias al perdón y la reconciliación. La diferencia entre esta iniciativa y el Proceso de Paz de Colombia, es que aquí se tiene en cuenta la voz de las víctimas, y no parte desde la mirada oficial, sino desde la construcción interna de la ciudadanía y la recuperación de su valor histórico a través de otros actores sociales no menos importantes.
¿Hasta dónde llegaría nuestra capacidad de perdón en Colombia, sobre todo quienes han tenido que afrontar el desgarro de sus familias en carne viva? Si los hutus y tutsis, que perdieron alrededor de 800.000 familiares en menos de tres meses, y obtuvieron otro sinfín de problemáticas sociales que acentuaron la crisis; ¿por qué no podrá Colombia, que lleva casi seis décadas sumergida en esta guerra sin sentido? En Colombia, la cifra de asesinados a lo largo de esta lucha sangrienta es mucho menor (ver informe), y sin embargo, el dolor y la vida que son indiferentes con las cifras, nos demuestran que es urgente imponernos al odio y la venganza mediante la reconciliación.
@HermesDeFuego