Una parte importante de los colombianos no cree en la paz que se está pactando. No es que le crean a Uribe, al Procurador Ordoñez o a RCN. No. Hay un “conocimiento instintivo” que surge de una valoración colectiva que debe ser tenido en cuenta. Algunos lo identifican con ignorancia, indiferencia, alienación, “no-me-importismo”, escepticismo e incredulidad. Esas actitudes existen pero son resultado de una opinión basada en una percepción real.
La principal causa es la historia, el pasado y la experiencia. Los anteriores “pactos de paz” no terminaron en nada. La violencia continuó y los gobiernos no cumplieron. El pacto social y político de 1991 fue desconocido por las clases dominantes. A excepción del derecho de tutela, todo lo demás quedó en el papel. Además, las economías extractivas de enclave (legales e ilegales) más el desempleo, pobreza, exclusión, inequidad, iniquidad e injusticia, crean las condiciones para que aparezcan a diario grupos armados ilegales.
De acuerdo a esas evidencias visibles, la opinión generalizada –incluyendo la del gobierno, analistas y políticos– indica que ésta será una “paz imperfecta”, “precaria”, “pura y simple”. Nosotros le llamamos “paz perrata”. Pero, esa definición no le dice nada a la gente. “Es paz o no es paz”, dirá cualquier parroquiano. Es decir, hay que empezar reconociendo que la terminología utilizada es vaga, imprecisa y confusa. Ahora Uribe habla de “paz herida”. Y esa confusión genera desconfianza e inseguridad, mucho más cuando el presidente Santos pasa de las promesas irreales a las amenazas reales, de ofrecer ríos de miel y leche a chantajear con la posibilidad de más impuestos o de una cruenta guerra urbana y terrorista.
Por ello, si un movimiento ciudadano quiere participar en la campaña electoral para convencer al pueblo colombiano que debe refrendar los acuerdos que se están firmando entre el gobierno y las FARC, y quiere hacerlo con independencia de los actores principales de esa disputa eleccionaria, o sea, del gobierno, las FARC y Uribe, tiene que revisar el lenguaje, los significados y significantes, debe hablar con la verdad, sin tapujos, sin ocultar por qué participa en ese proceso, desenmascarando a todos los que se presentan como “pacifistas” y “beneficiarios del bien común” cuando en realidad quieren utilizar la bandera de la paz para mantener el control del Estado, impulsar sus intereses particulares y al final, no cambiar nada.
Y es un deber hacerlo porque las grandes mayorías de la sociedad colombiana lo saben, o mejor, lo intuyen, lo sospechan. Instintivamente lo perciben.
Y ese movimiento ciudadano debe ser absolutamente franco y transparente. Debe afirmar que quienes lo integran quieren impedir un nuevo engaño pero no oponiéndose a ese nuevo “pacto de paz” sino apoyándolo pero con la condición de construir –en medio de esa lucha– un proceso político que derrote una de las causas principales de la violencia que es la corrupción. “Paz para el pueblo y guerra a los corruptos”, puede ser una buena consigna.
Pero es claro que los integrantes de ese movimiento no pueden ser personas comprometidas con los actores de la guerra ni con los causantes de la misma. Por ello, el deslinde con Uribe, Santos, el actual gobierno, los políticos corruptos, las FARC y las fuerzas políticas que han justificado la violencia guerrillera sin reparar en sus enormes errores y crímenes, debe ser total. Sin esguinces, sin dobleces y sin temores. Si no se cumple con ese requisito, las grandes mayorías no escucharán, no creerán. Nos mirarán como unos farsantes.
Además de la lucha contra la corrupción existen otros dos temas centrales que deben ser comprometidos de inmediato en la lucha porque el “pacto de paz” se convierta en realidad y la violencia empiece a decrecer, pueda ser detenida, neutralizada, controlada y, poco a poco, desarraigada. Porque la violencia y la corrupción se han arraigado, compenetrado con nuestro ser, enquistado en nuestra vida, involucrado en nuestras costumbres. Es decir, hacen parte de nuestra identidad social y cultural. Y eso la gente lo sabe y por ello, la incredulidad y el escepticismo. Esos temas son la defensa del medio ambiente y cambiar el modelo productivo. En próximo artículo desarrollaremos esos temas.
Para poder entusiasmar a las mayorías colombianas ese movimiento ciudadano debe pensar en ser gobierno en 2018 y hacerlo explícito en la campaña por la refrendación de los acuerdos. No seguir el ejemplo de los politiqueros que ocultan sus planes y apetencias. Ganar la iniciativa en ese terreno nos permitirá darle contenido programático a esa campaña, quitarle el monopolio de la paz a Santos y arrebatarle la bandera anti-FARC a Uribe.
Hay que actuar con visión de estadistas. Reconocerle a Santos su capacidad de riesgo, perseverancia y compromiso con la terminación negociada del conflicto armado y, a Uribe su trabajo de debilitamiento militar de las guerrillas pero, así mismo, cuestionar su obsesión patológica vengativa, que lo llevó a violar la ley, a aliarse con las mafias narcotraficantes e impulsar el paramilitarismo.
De no desarrollarse ese gran movimiento ciudadano, la casta dominante no va a hacer mucho por la paz, no le interesa un verdadero alboroto alrededor de ese tema, se contentará con los votos que le coloque la “izquierda santista”, los de algunos sectores demócratas ingenuos y los que obtengan a punta de mermelada (corrupción) usando a alcaldes y gobernadores.
Si no surge un movimiento ciudadano o tercería social, no habrá entusiasmo popular. Y así, no surgirá nada nuevo en Colombia. Y la “tal paz”, será llamarada de hojalata.