Quiero expresar mi profunda preocupación por la crisis general de la sociedad, la descomposición de las instituciones del país y la complejidad de los problemas políticos, jurídicos y éticos relacionados con la aplicación del llamado acuerdo de paz —que asciende a varios cientos de páginas de texto—. Por lo demás, los ciudadanos ya lo han condenado y rechazado. El acuerdo de paz en vía de prosecución ha tenido el mismo efecto que una terrible catástrofe natural. La medicina resultó ser más dañina que la propia enfermedad. Al amparo del mal concebido acuerdo de paz, el sistema colombiano enfrenta una creciente situación de ingobernabilidad, agravada por las fuertes tensiones sociales junto a un incremento de la criminalidad, el miedo y la inseguridad con resultados potencialmente explosivos para las instituciones democráticas extremadamente débiles e impotentes y sin capacidad para controlar sus vastos territorios y hacer cumplir la ley.
Estos se unen a los problemas tradicionales de los grupos rebeldes —que se están reorganizando y armando—, el proceso de desarme inconcluso, el preocupante y lucrativo negocio de las drogas, la infiltración del crimen en la política y las empresas, el reclutamiento de niños para actividades delictivas, entre otras manifestaciones. Se ha producido un preocupante aumento de la corrupción e incluso la inseguridad personal, política y social se ha extendido, sumados a la impunidad de que gozan los autores de violaciones de los derechos humanos. Para completar el cuadro de amenazas que enfrenta el país, la administración de justicia está gravemente debilitada por la cultura de la impunidad, la falta de un sistema judicial independiente y la falta de voluntad política. La ineficacia del sistema judicial y la inseguridad jurídica también contribuyen a la impunidad general. Este nuevo escenario acentúa la incertidumbre, la desconfianza, principalmente en los sectores de la justicia, el derecho y el orden público. Desconocer el objeto y las razones de estas crisis, la frustración pública por la ineficacia percibida y la existencia de un patrón general de tolerancia estatal que envía un mensaje de que la violencia y el delito puede ser tolerado y aceptado como parte del diario vivir, solo puede aumentar el riesgo de ineficacia del sistema, lo que entraña el grave riesgo de establecer la impunidad sistemática.
Esa acumulación es prueba de la inefectividad e ineficacia del proceso de paz. La paz en Colombia sigue estando muy lejos de la realidad. Indudablemente, la fe en esta construcción se ha debilitado. Ya hemos dicho en más de una ocasión que ese “compromiso de paz” excesivamente burocrático, ineficiente e injustificado no es viable ni jurídica ni materialmente, resulta muy costoso y de difícil realización, acentúa la fractura social, pone en peligro la cohesión social y debilita el modelo social. Al final, se ha demostrado que teníamos razón al denunciar la irracionalidad del anterior gobierno que, para sostener la impunidad y los privilegios de unos pocos, incurre en un brutal ataque a la soberanía del pueblo y su constitución, que han tenido las consecuencias bien conocidas y desastrosas para la institucionalidad política. Como he dicho, y como todos ustedes saben, la capacidad de iniciativa del Estado se ha aminorado y los delincuentes sueltos y criminales organizados, que poco temen ser procesados judicialmente, se está aprovechando de dichos acuerdos para dedicarse a sus actividades ilícitas o evadirse de las fuerzas de seguridad, y en medio de una continua división política entre el gobierno y grupos de oposición, el ya politizado sistema de justicia se ha totalmente parcializado e inclinado a favor de la inmunidad e impunidad de los criminales. Fácil, demagogia.
Las preguntas que quedan pendientes son: ¿por qué se mantiene un proceso de paz que no tiene posibilidades de producir paz y mucho menos justicia?, ¿estamos dispuestos a sacrificar la justicia para recibir la promesa de la paz o estamos dispuestos a renunciar a la justicia para garantizar la paz y la reconciliación?, ¿estamos dispuestos a sacrificar los derechos y principios fundamentales consagrados en el derecho internacional en el altar de las promesas de paz y a violar las exigencias éticas muy ancladas en la conciencia común?, ¿con qué objeto hay un proceso de paz?, ¿cómo se logrará su continuidad sin la amenaza de sufrir consecuencias legales y un día de rendición de cuentas?, ¿a cuánta dignidad, libertad y seguridad es necesario renunciar para garantizar el pleno cumplimiento de esos acuerdos?, ¿a qué costo moral? Por lo tanto, la cuestión fundamental es la siguiente: ¿son tan decisivas las ventajas que implica el acuerdo de paz que estamos dispuestos a renunciar a la soberanía nacional?, ¿debe el gobierno hacer caso omiso de esos dilemas? Quedan todavía muchas preguntas sin respuesta. Esas preguntas pueden ayudarnos a hacer frente a algunos de los problemas legales y dilemas éticos que tiene ante sí el gobierno. “Frente a esos dilemas, nunca debemos sacrificar la justicia; es de importancia capital que la búsqueda de un equilibrio entre la justicia y la paz nunca sufra la influencia de las amenazas y las actitudes de quienes pretenden escapar de la justicia”.
Algunos afirman que el proceso de paz está ahora muerto, al menos en lo que respecta a su capacidad de imponer sanciones, y eso indica que la JEP ha perdido el rumbo jurídico y que la verdad le resulta peligrosa. El tema no es si ha muerto o si no ha muerto el proceso de paz, el tema es que no se respeta y que no se aplica, cosa más grave en este momento. No creemos que el proceso de paz haya muerto; sería un error decir que está muerto, pues así podrían eludir su responsabilidad, ahora y también en el futuro, todos cuantos lo incumplan. El proceso de paz ha quedado, no obstante, seriamente tocado. De manera muy general, en política lo que se necesita es confianza; la JEP, esta joven institución, necesita una confianza muy particular, y esa confianza ha quedado destruida o dañada por los escándalos.
Sin embargo, es muy cierto que quienes defendieron y aprobaron el proceso de paz en los años pasados son ahora responsables del daño que se le ha causado a los derechos de quienes han sido víctimas del conflicto armado, así como de la muerte del Estado de derecho que ha puesto en peligro las propias bases de la libertad y la democracia, como también lo son quienes han ayudado a causar ese daño y a conseguir ese acuerdo. Estos caudillos deben ser conscientes de la enorme "deuda histórica" que tienen con nuestros ciudadanos y la sociedad en su conjunto, en particular, con las generaciones actuales y futuras. Nuestros pensamientos están sobre todo con quienes defendieron con su vida la patria y nuestra libertad. Estos caudillos impertérritos fijan el derecho según sus necesidades financieras. Pero una cosa es segura: ahora ha quedado más patente todavía la hipocresía de tales personas que utilizan el argumento de la paz para justificar las numerosas amnistías y otras medidas de impunidad destinadas a bloquear los procesamientos internacionales y las condenas, presentándolas como medidas positivas para los ciudadanos y la sociedad civil. Estamos plenamente convencidos de que no se puede hacer un uso oportunista de la justicia transicional o un uso indebido de las disposiciones transitorias de forma abusiva ni de manera tal que se impida o se restrinja juzgar y sancionar los delitos más graves que se han venido cometiendo, en particular contra los niños.
Yo creo que ante las dificultades jurídicas que plantea esta cuestión —y es evidente que el gobierno solo dispone de una vía muy estrecha para conseguir que dichos delitos sean perseguibles judicialmente como delitos nacionales— se ha perdido el rumbo jurídico. En caso afirmativo, ¿será necesario elaborar nuevas reglas, normas o buenas prácticas jurídicas a fin de encarar adecuadamente la cuestión de los nuevos actores dentro del marco del derecho internacional humanitario, así como las prohibiciones que sigan de otros compromisos de orden internacional? Amén.