En mis falaciosos devaneos de si era retruécano o tautología eso de que "la esperanza es la verdad y la verdad es la esperanza" ha entrado un trino del poeta Hesíodo, donde me requiere no confundirlo con el ciego Homero, pues él sí había visto con sus propios ojos cómo la asustada Pandora al cerrar la caja había dejado prisionera a la Esperanza y solo a la Esperanza; aclarándome también que Esperanza y Verdad son una y la misma cosa.
Esto me ha puesto a pensar en la Verdad, pero no tanto en la verdad silogística, ni procesal, ni jurídica, ni política, ni histórica, ni en la de los vencedores, sino en la Verdad verdadera que acaba de alzar vuelo después de la confesión de las Farc ante la JEP, que hoy tiene a más de uno confundido, asustado y poniendo sus bardas en remojo.
Son momentos de "verdad verdadera" que, pensando en los magnicidios del mariscal Sucre y el caudillo liberal Rafael Uribe Uribe pudieron llegar muy tarde, aunque aún estamos a tiempo de esclarecer los de Jorge Eliécer Gaitán, Carlos Toledo Plata, Álvaro Fayad Delgado y Carlos Pizarro Leongómez, entre otros igual de llorados como los de Jaime Pardo Leal, Luis Carlos Galán, José Antequera, Bernardo Jaramillo Ossa y Manuel Cepeda Vargas.
No abandonemos más a Gloria Gaitán en su silenciosa cruzada por saber si el sicario Juan Roa Sierra era asiduo visitante de la oficina de Álvaro Gómez y pongámonos en modo Farc con los otros magnicidios sin esclarecer.
Que cuanto antes en la JEP y la Comisión de la Verdad se abran en blanco carpetas de Gaitán, Toledo, Fayad, Pizarro y demás, las que empezarían a surtirse con las versiones de sus familiares, amigos, militares, copartidarios y compañeros.
Hoy abogo por los míos más cercanos.
La última vez que vi a Toledo Plata fue estando los dos de tránsito por Panamá en agosto 1983; a Fayad, el 2 de enero de 1986, en el Batallón América por los lados de Pitayó, Cauca, cuando esa madrugaba me correspondía el turno de guardia en el cambuche del comandante y nos despedimos con fuerte abrazo porque él salía en búsqueda de la verdad sobre los pormenores del Palacio de Justicia y otros gajes de su oficio; a Pizarro, ocho días antes de su asesinato con quien habíamos compartido tarima proselitista con lleno total en la plaza Bolívar de Armenia, aquella mañana de un sábado de abril 1990.
Y ninguno de sus asesinatos es caso cerrado, sino pendientes por esclarecer que fueron oscuros, turbios y sospechosos, que igual al caso de Álvaro Gómez están impunes porque alrededor de ellos han echado el mismo manto de inculpación a las mafias y sus carteles.
Por las familias y las víctimas, ya que las Farc se han puesto al frente separando el heno de la paja, el llamado es por el sentido de la oportunidad que se hace única, pero que sería frágil y evanescente si se hace mutis por el foro.
Esperamos una amplia y arrolladora pedagogía pública por parte de la JEP y la Comisión de la Verdad para que determinadores, victimarios y sicarios se informen, acerquen, toquen puertas y sean blindados de garantías.
No hay de otra.