“El que ríe es porque todavía no ha oído la terrible noticia”
Bertolt Brecht
En estos tiempos que vive Colombia, las fuerzas del fanatismo contrainsurgente, sujetan al país por el cuello para que no cambie, el proceso de paz sucumbe, y las trizas del acuerdo se agitan; sea como banderas que anuncian la reconciliación, como irrebatible demostración de la perfidia, o como tribuna electoral. Emergen también de los debates urgentes; observaciones que buscan hallar la explicación, de cómo un proceso de paz que un día fue concebido para desatar la fuerza constituyente, hoy semeja cada vez más, a un profeta solitario que deambula entre cadáveres.
Brotan entonces múltiples motivos, históricas circunstancias, condiciones presentes y ausentes, y una que otra causa; mientras pasan ante los ojos de los colombianos, uno a uno los féretros de cientos de caídos de esa fuerza, que hoy, igual que ayer, son convertidos en abstracciones estadísticas, para medir el paso puntual y sigiloso, que va del crimen a la tortura, del asesinato a la masacre, del homicidio al genocidio, hasta que haya que inventar el término exacto, el innovador concepto que explique el segmento en el que lo inadmisible se hizo realidad.
Al parecer en estos tiempos de la sagrada reconciliación, ya no hay guerra ni planes de exterminio, sino obstáculos a la “paz”, no hay indignación o derecho a la rebelión, solo una eventual pérdida de confianza, y como sucedió hace poco más de un mes con Dimar Torres, conmueve más que el hecho mismo de la tortura y el asesinato, la dudosa persignación de los torturadores y asesinos.
Y si por un lado van siendo multitud los mártires de la violencia campante contra líderes sociales y exguerrilleros, y su sacrificio retumba como un coro de supervivientes; de este otro lado no hay la suficiente agitada denuncia, hay más murmullos que palabras; vociferar podría despertar a los vivos, y podrían estos avizorar la luz que se filtra al interior de la caverna.
Por eso las voces que develan la jauría, el ardid, la traición y la rabia, y que van en aumento, son entonces señaladas, apartadas, deformadas, advertidas o calificadas de apocalípticas. Porque para una paz a media asta, no se requiere de defensores, sino de seguidores.
Al parecer los acuerdos se transfiguraron en una deidad, y por tal motivo no necesitan existir para dar fe de su vitalidad. Por eso mientras la extrema derecha los destroza por ser para ellos una especie de infolio maldito de 312 páginas escritas con la tinta del mismísimo diablo; algunos portavoces de la fuerza que los concibió, los desvanecen en el aire al elevarlos como la palabra del Buen Dios que anuncia "La Ciudad del Sol” y la convivencia.
De esta forma mientras los verdugos incineran los acuerdos, y apartan las cenizas del campo de visión de los organismos internacionales, jurando que los protegen; los otros certifican no solo que los acuerdos están salvados, sino además que avanzan, mientras exhiben sus rescoldos humeantes rescatados de las llamas.
Los verdugos incineran los acuerdos
y apartan las cenizas de la visión de los organismos internacionales;
otros certifican que están salvados y avanzan
Unos y otros evitan admitir la fisonomía real de una expresión política de la lucha de clases, y por eso mientras los unos endulzan su tendencia destructiva como “modificaciones a los acuerdos”, los otros amortiguan la evidente destrucción de los mismos como “dificultades” por las que atraviesa el proceso de paz.
Nada más adverso para el logro de la paz real, que convertir el proceso político hacía su consecución, en una credo desligado de los hechos. Porque la sociedad, si es que llegase a apropiarse en alguna medida de los acuerdos, terminaría apropiándose de sombras. De allí lo apremiante de admitir la realidad de ese abismo al que se refiere Jesús Santrich y “que muchos todavía se niegan a reconocer, creyendo que es oponerse a la paz”.
Hoy los hechos expresan un escenario poco seductor, pero real, y en la historia basta con eso para entender las condiciones de las luchas sociales. Los hechos no son pruebas de fe, y el arma de la palabra no es un artilugio de ilusionismo. Si lo fueran, la defensa del proceso de paz solo estaría llamada a interrumpir, y no a desatar la energía popular acumulada.
Ante nuestros ojos, pulsa esa fuerza aun sin desencadenar; herida porque la guerra ha sido contra ella, y suspendida porque la guerra ha sido por ella, y el camino por el que debe desplegarse, ha sido clausurado al filo de la motosierra y el monopolio estatal de las armas.
Pero a pesar de ello, será esa fuerza, de la cual emergen todas las demás, ese poder popular, social, civil, ciudadano, constituyente, quien deberá erguirse en el camino, con organización y movilización por la paz con justicia social desde los territorios; ya que los acuerdos no son para las Farc y como afirman los excombatientes del ETCR en el Cesar “En términos de democracia, nada ha cambiado con el acuerdo”.
No será con una presumida “filigrana jurídica”, ni con litúrgicos debates de “control político”, ni con las más eficientes acciones administrativas, ni por un improbable arranque de voluntad política del Estado, que se lograrán las conquistas sociales; nada ni nadie puede realizar la paz para ofrecérsela ya hecha al pueblo, porque es él, en realidad, el contenido fundamental del proceso, y quien deberá confrontar el profundo abismo de las postergaciones, al que arrojaron parte del fruto de sus históricas luchas por la justicia social.