Paz con coca: una historia imposible
Opinión

Paz con coca: una historia imposible

Mientras exista la cocaína, nos seguirá matando. Los cuentos de conflictos y acuerdos y tribunales especiales, no pasan de inventos para distraer majaderos y justificar lo injustificable

Por:
mayo 06, 2019
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La coca, desde que se la siembra hasta cuando se dispone de sus enormes beneficios económicos, es por esencia un estado general de violencia, incontenible, inatajable. Es lo que se resisten a entender los mentirosos apóstoles de la paz, o que entendiéndolo lo esquivan para mantener vivas las  canonjías creadas a su alrededor. Porque, vaya Dios lo que pasa por estas veredas, la paz se volvió el más productivo de los negocios, razón suficiente para convertirla en la diosa mítica de nuestro tiempo.

Pero vamos al grano de estos pensamientos. La coca es violencia por todas partes, decíamos, y no puede ser otra cosa.

La siembra de la planta, que cuidado no tiene en su desarrollo, solo es posible en lugares abandonados, en viejos bosques que se talan para abrirle espacio. La violencia primera de la coca es contra la selva fecunda, sustituida por esa maleza.

El sembrador no puede quedar alejado de los compradores del producto, que puede ser la pasta, solamente ella, o la cocaína ya procesada. Y los compradores no son los clientes, sino los amos. El cocalero no es el imaginario campesino que ayer sembraba yuca, hortalizas o frutales y un día se convierte en el primer eslabón de la tragedia. El cocalero llega a lo que será el plantío con pleno conocimiento de lo que hace y de la razón porque lo hace. Venido de cualquier parte, es un desertor de su oficio y un voluntario creador de su propia tragedia. Cuando con perversa y fingida ingenuidad se le propone sustituir el cultivo de coca, no es para que vuelva a ser lo que un día fue, sino para que desempeñe un papel que nunca quiso desempeñar. Y a ese plan se resistirá con todas sus fuerzas. La coca no tiene caminos de retorno.

La pasta no se prepara sola. Es el resultado de una operación química que tiene por ingenieros los niños de la familia y la señora del extraño hogar. Las malformaciones, los quebrantos, las violencias contra la salud vienen de esa salvajada. En las zonas cocaleras los niños no juegan con pelotas ni muñecos, ni camiones de plástico o madera. Juegan con ácidos y clorhidratos. El asunto apenas se trata.

 

En las zonas cocaleras los niños no juegan
con pelotas ni muñecos, ni camiones de plástico o madera.
Juegan con ácidos y clorhidratos. El asunto apenas se trata.

 

Cuando viene la cosecha, cuando la planta está lista para que le arranquen las hojas, el campesino queda asociado con los que se llaman raspachines, expertos en ese menester. Llegados de cualquier parte, tampoco tienen objetivo ni futuro. Ni raigambre ni compromiso con nada. Lo suyo es raspar, cobrar y largarse, porque tampoco les conviene mantenerse en un lugar, como que es larga la historia de sus fechorías anteriores, apenas comparables con las de ahora o de mañana. El raspachín es un delincuente al que no gobierna sino una violencia mayor que la suya.

La pasta sale al mercado. Es una manera de decir que se vende al comprador obligado y cualquier deslealtad se paga con la vida. Pero como el negocio lleva en las entrañas utilidades tan altas, entre compradores potenciales las diferencias no las arregla el precio sino el plomo, supremo juez de esas causas.

De la pasta se salta a la cocaína pura, o clorhidrato de cocaína, para lo que son necesarios laboratorios ilícitos, con precursores ilícitos, guardias ilícitos, pagos ilícitos. La espiral de violencias no se detiene.

La cocaína no vale nada sino en manos de la mafia que la negocia, la que se ocupa de encontrar y mantener a bala sus propias rutas y de conseguir a más bala sus embarques y traslados. Esas rutas se cuidan con celo, desplazando o asesinando al que estorbe. Y para mantener los abastecimientos de pasta y de cocaína, las rutas, los puntos de embarque, los compradores, se vuelven indispensables los ejércitos que estúpidamente llamamos guerrillas. Esas constelaciones de bandidos pelean a muerte con las rivales y de pronto, casi por casualidad, con la policía o con el ejército.

Pero la cosa no termina. La cocaína ya está transformada en dólares y los dólares son otro botín de otra batalla. Esta, más sofisticada y peligrosa, es la guerra a muerte por los nuevos caminos de los dólares en efectivo que han de convertirse en químicos, jornales, adhesiones, tierras, rutas, barcas y submarinos. Y por supuesto, ya mucho más sofisticada la tarea, en embarque de importaciones fraudulentas, en la compra de conciencias, en la subasta de voluntades. El manejo de las fortunas no es asunto más leve ni pacífico que el de las materias primas.

La cocaína es violencia desatada, incontenible, de mil caras y cabezas como las de la leyenda antigua. Y mientras exista, nos seguirá matando. Lo demás, los cuentos de conflictos y acuerdos y tribunales especiales, no pasan de inventos para distraer majaderos y justificar lo injustificable. Hasta los Premios Nobel.

 

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