Tenía 26 años y era la cantante de moda en Colombia. Su canción Tarde la conocí y su grupo Las Diosas del Vallenato se imponían en un mercado dominado por los hombres como era el del vallenato. El 19 de enero de 1995, mientras iba en su automóvil de Barranquilla a Cartagena, en un sitio conocido como Lomas de arena, una de las llantas del carro explotó, el vehículo perdió el control y se estrelló al lado de la carretera. La artista murió en el acto y empezó, ahí mismito, la leyenda.
Amy venía en decadencia. Su papá la explotó. Su novio era un maldito vividor. Ella era una mariposa demasiado hermosa y frágil para vivir en este mundo. Se estaba rehabilitando de sus vicios, era una flor que volvía a renacer. Nunca necesitó demasiada droga para desvariar, para sentirse ajena en un escenario, perdida. Pocos tragos de whisky, unas cuantas rayas y sobreviviene la depresión y otra vez con esas ganas de morirse. Muchos creen que la última rumba de Amy fue desbordada. Le bastaron unas cuantas gotas de whisky para morir. Estaba débil. Y sucumbió.
Ambas tenían 27 años y, aunque ninguna supo de la otra, murieron con el sino de los grandes rockeros: vivir rápido y dejar un cadáver hermoso.