Uno de los momentos políticos que más me han impresionado fue cuando, durante la campaña presidencial del 2010, Antanas Mockus tuvo que confesar públicamente que no, que no era ateo.
Tras una entrevista en la que dejó entrever su escepticismo respecto a la existencia de Dios, una andanada de especulaciones y mensajes —muchos de ellos claramente mal intencionados y probablemente provenientes, en alguna buena medida, de la otra orilla de aquella contienda electoral (en la que Colombia, recuerden, comenzó a escuchar de un tal J.J. Rendón)— colmó las redes sociales y los medios de comunicación.
La impresión no fue tanto por caer en cuenta de que la religión aún juega un papel fundamental en la vida social colombiana, o por caer en cuenta de que ser ateo es razón suficiente para que una persona no pueda llegar a ser alguien en la vida política colombiana —por supuesto presidente, clarísimamente, ¡no!— por el rechazo que genera y la discriminación de la que es objeto si llega a salir, con eso, del closet. Todo eso ya lo sabía.
Lo que me impresionó fue que toda la cosa fuera tan fuerte como para que Antanas tuviera que salir a los medios a confesar públicamente que no, que no era ateo: que él era católico, que había sido acólito, que incluso casi llega a ser sacerdote y que, vea pues, su programa de gobierno requería —para poder efectuar la transformación cultural ciudadana que proponía para Colombia— un marco de referencia católico con el que la gente se sintiera identificada. Eso me impresionó; como dicen en mi tierra adoptiva, fue’te.
Por mi parte, el primer recuerdo que tengo de la religión es el de una Biblia para niños —con ilustraciones, letra grande y narraciones simplificadas— que mi madre me regaló en alguna ocasión en la que le pregunté si nosotros éramos cristianos y ella me respondió que no éramos ni creyentes ni practicantes, pero que hacíamos parte de una sociedad asentada en esa tradición cultural, que había que conocer y comprender. Las historias que leí en ella me fascinaron, pero más como poderosas ficciones parabólicas, que como hechos de una realidad mística. Desde ese momento mi madre fue absolutamente clara: yo estaba en libertad de asumir y practicar la religión que yo quisiera, si es que llegaba a querer asumir y practicar alguna.
Así, libre, me llegó la adolescencia y, habiéndome topado en el barrio con un lindo grupo de chicas que hacían parte de una Iglesia cristiana evangélica, de pronto me vi a mi mismo expresando mi furia hormonal y satisfaciendo mis necesidades de afecto y de sentido de identidad y pertenencia, tanto en el culto de jóvenes de los sábados por la tarde (donde podía demostrar mis habilidades con la guitarra), como en los del público general de los domingos. Llegué incluso a hablar en lenguas y a participar en eventos de sanación.
El fervor no me duró mucho, por supuesto: yo venía de un hogar en el que tenía acceso a una nutrida biblioteca, y en el que siempre se me satisfacían los deseos bibliográficos. Ya había leído a Einstein, a Baudelaire y a Lao Tzu. De la misma manera, la banda sonora de mi crianza fluctuó por la más variada selección musical; y cuando en la iglesia nos tuvieron por más de dos horas oyendo discos de rock al revés para que escucháramos los mensajes satánicos encriptados, comencé a darme cuenta de que yo me veía ridículo en esa escena. Y así se parte de la religión.
Debo confesar, en todo caso, que la religión siempre me ha fascinado, y le he metido mucho esfuerzo a dos tareas.
Por un lado, a tratar de obtener la mayor cantidad de información y fundamentos para decidir mi posición respecto al problema de la existencia de Dios, o de dioses, y sobre el asunto del origen del universo y del sentido de la vida. Tras muchos años de lectura y de reflexión, creo que he logrado —por fin— estar tranquilo con lo que, por ahora, he decidido creer.
Por otra parte, a tratar de conocer, apreciar y comprender, con algo de profundidad, la enorme variedad de religiones, cultos y creencias que existen, o han existido, en este planeta. Me he inmerso, muy placenteramente por cierto, en los grandes textos sagrados, así como en los libros sobre la historia y la estructura filosófica y moral de las religiones; he llegado incluso a apreciar mucho el budismo clásico. Y creo que medio he logrado entender, tras todo ello, cómo es que uno no se da cuenta de que, si hubiera nacido en otro lugar o en otro tiempo, uno tendría —y seguramente defendería a capa y espada— una religión, una verdad incontrovertible y absoluta, un dogma, completamente diferente a la religión que, por pura casualidad, tiene.
Y así llegué a una conclusión que me gusta: ser ateo no es no creer en dios, ser ateo es no tener dios.
Y hasta ahí llegaron mis aspiraciones presidenciales.