La primera vez que lo vi no fue por televisión. O tal vez sí lo había visto pero ese no es un encuentro.
La primera vez que tuve noción exacta de su existencia fue en la Rue Lepic de París en el barrio 18, el Montmartre de los artistas, los molinos de viento, los gatos. La iglesia que lo corona se conoce con el nombre de Sacre Cœur.
A los pies de ese templo que los parisinos detestan y los turistas aman me tropecé una vez con Jacques Chirac.
Ocurrió en una “tienda de los árabes”, esas misceláneas de barrio que existían en París antes de que aconteciera la mundialización del mundo y con ella la invasión de los grandes supermercados con sus mini servicios en la ciudad. Ese día me disponía a terminar mi compra cuando de pronto entró en la tienda Jacques Chirac. Desde lo alto de su estatura me miró, me extendió la mano y me dijo: “Buenos días señorita, ¿cómo está usted?”. Un segundo después, Chirac, como todo el mundo lo llama o lo llamaba, estaba ya saludando al pequeño que me acompañaba con un “hola jovencito, ¿y tú cómo vas?".
¿Hubo respuesta de nuestra parte? seguramente. Jacques Chirac tenía el poder de saludar a la gente sin que ésta tuviera tiempo de realizarlo. Cuando se le buscaba no estaba y cuando no se le buscaba ahí estaba. Ese es el principal artificio del hombre político.
Esta mañana hacía un poco de frío en París. La lluvia tenue de los primeros días de otoño envolvía el autobús que tomé para cumplir una cita. A las 11:11 de la mañana leí en mi celular una frase: murió Jacques Chirac.
Ese es el tipo de noticias que nos dejan en silencio. El 30 de septiembre será en Francia un día de duelo nacional. Jacques Chirac era ese tipo de hombre político que en tiempos de campañas de elecciones y reelecciones para alcalde, diputado y finalmente presidente de la república, se sentaba a tomar cerveza con los tenderos y el pueblo entero o a comer los platos más rústicos que le ofrecieran los campesinos franceses. Tomaba vino con sus amigos parisinos pero adoraba la famosa “cabeza de ternero” en salsa hecha en el campo, que sólo se come por convicción y por gusto y jamás para complacer al anfitrión.
Hace poco me preguntaba entre sueño y realidad lo que estaría pasando con Chirac. Se sabía que tenía 86 años y que estaba enfermo. Se lo veía muy poco desde que había dejado la presidencia a Nicolas Sarkozy en el 2007. Unos hablaban de Alzheimer, otros de Parkinson. En las últimas imágenes que se tienen de él en noviembre de 2014 en una visita al Museo del Quai Branly que ahora lleva su nombre, se percibe que algo se había ido ya de Jacques Chirac para siempre. Su eterna reactividad daba paso a un ser que se apoyaba en los otros para caminar.
El periódico Le Figaro de hoy habla de la muerte de un conquistador. Cuarenta años en la escena de la política francesa. Que pasó de ser alcalde de París durante 18 años continuos a ser primer ministro en dos periodos en el gobierno socialista de François Mitterrand (dando así inicio a la famosa fórmula de la cohabitación francesa) y luego, como consecuencia lógica de su carrera, a ser presidente de la República durante 12 años en dos mandatos de siete y cinco años cada uno y a una cohabitación también con el socialista Lionel Jospin por una disolución errada del parlamento.
Ese hombre de cuatro décadas de luchas en el gobierno y fuera de él, fue el hombre de las combinaciones, las maquinaciones, las fidelidades y las traiciones, todas ellas contenidas en un mismo cuerpo, el de un Chirac elegante, divertido, atento hasta con sus enemigos; y que si no hubiera sido porque amó la política y ella a él, hubiera podido integrar el mundo del cine.
Chirac, hombre de retórica, y de acción cuando lo podía, quiso la libertad pero vivió atado, puesto que el poder es componer y descomponer. Hoy los noticieros y programas especiales dejan ver las imágenes del hombre afable que fue, vivaz, sagaz, pero también torpe, confuso, grande, francés.
Jacques Chirac encarnó la vida de este país y por eso ahora los franceses se dicen tristes con su partida definitiva. Chirac era rural y parisino. La izquierda decía detestarlo pero era solo de fachada. Y en cuanto a su propia familia política de derecha, ésta supo aguantar ese vaivén de traiciones y divisiones que él le impuso y que hicieron de su carrera un ejemplo de cómo llegar a ser un perfecto animal político.
Jacques Chirac se decía muy francés pero se sentía atraído por todo lo que fuera exterior a sus propios códigos. Admiraba a los taínos y de ahí que organizara una exposición para que se hablara de ellos en 1992 en París. También se decía europeo pero pensaba que una escultura Baga de Guinea era tan apreciable como la Gioconda de Leonardo Da Vinci. De ahí que el Museo del Louvre recibiera en su recinto un nuevo departamento dedicado a las Artes Primeras de África, Asia, Oceanía y de las Américas (Norte, Central, Sur), una verdadera revolución para un establecimiento que nunca había mirado hacia esas latitudes.
Cuando lo crucé ese día de 1992 en la Rue Lepic Jacques Chirac era aún el alcalde de París que recibía a Madonna en los salones del Hotel de Ville. Cuando se convirtió en el hombre inalcanzable era ya el presidente de Francia que le dijo no a George W. Bush a la invasión militar en Irak en marzo de 2003.
Hay miles de matices para abordar la personalidad del desaparecido presidente Jacques Chirac. Yo me conformo con dos: su saludo cordial en una calle de París y su no rotundo a la participación de Francia en la guerra contra el Irak. Hay tiempos históricos que quedan entrelazados, es por ello que nos pertenecen.