Hay ciudades en las que uno vive después de morir y en las que uno muere después de vivir por última vez, por ejemplo París. Más que luz es el resumen de un mundo decadente y nocturno. París es psicodelia, paranoia, mil idiomas juntos y en gavilla, una Babel que te enloquece y se cuela por tus nervios. París consiste en mil países sumergidos en una sola ciudad, es una carrera que te deja asfixiado, un pulpo que te devora. Y sin embargo, a pesar de ello o precisamente por ello te enamoras a primera vista de esa indescifrable ciudad.
París no solo es luz, si lo fuera no quisiera regresar. Como ser nocturno amo lo taciturno y estrafalario, donde quiera que emerja un drama humano auténtico. Yo tenía que ir a París a corroborar mis sospechas, y hay que habitarla para hablar con autoridad de la otra París, de la que hablan los locos, los artistas, mis escritores favoritos, los fracasados y los seres anónimos que son los que inspiran las novelas.
Ahora comprendo porque los parisinos están hartos de los turistas: sufren una invasión de idiomas, de razas, de culturas. París es una metrópoli socavada, explotada y usada como una puta. Por si fuera poco han sufrido atentados terroristas infames, y los franceses y las autoridades y sus guardias andan paranoicos exhibiendo en los lugares emblemáticos armas extractadas de guerras futuristas. Esa ciudad de la paranoia es la que me interesa. Las calles sin turismo, los cafés sórdidos, los barrios de la periferia, el metro alucinado que es como un laberinto, donde los conductores transportan, a veces, a los viajeros como si los dirigieran a un campo de concentración tipo nazi. No es la cultura Metro de Medellín, por ejemplo. Es un viaje vertiginoso orquestado por una especie de psicópata que goza con el espanto ajeno. Al menos en los viajes que yo hice me sentí a bordo de una montaña rusa dirigida por un suicida. Recordé los conductores de buses guaches de los extramuros medellinenses. En las ratoneras del metro algunos sujetos de presencia azarosa te detienen para verificar si has pasado el ticket por el lector electrónico. Si has hecho trampa, a lo TransMilenio, ay mamita, estás en apuros gravísimos y es mejor que empieces a rezar: la multa en euros es altísima.
Por las calles y avenidas solitarias, entrada la noche o al caer la tarde gris, el misántropo, el irredento solitario (como yo) puede pasear su hastío, su desengaño de la humanidad. Allí eres un don nadie, un ser anónimo y anodino y un pobre diablo. A esa ciudad quiero volver. La de la Torre Eiffel y la del Arco del triunfo, de los Campos Elíseos, la de Notre Dame, la del Museo de Louvre, etc., no me interesa. Le huyo a lo manido, a lo ultrajado y socavado, a las multitudes y a lo usual y normativo.
Si les cuento dos anécdotas entenderán por qué me enamoré de esa ciudad y por qué entendí de paso su seducción, su inspiración y magia que atrapa a los poetas... Comprendí que debo regresar para sufrir y gozar y amar y odiar en alguna covacha pobre, en alguna pocilga suburbana, en algún antro del bajo mundo. La primera: en una caminata nocturna, fría, casi helada, casi al amanecer, cerca al río Sena, me sucedió lo que jamás en un país tercermundista donde sobreabundan los pulgueros y los antros. Presencié los habitantes de la noche parisina: las ratas. Jamás había visto tantas caminando como señoras elegantes y con poco temor del extranjero que invadía sus territorios. Yo amo las ratas, o les tengo compasión porque el ser humano ha sido muy cruel con ellas, y las hemos condenado a las alcantarillas y nos repugnan. Pero sentí escalofríos cuando salía una detrás de otra. Una mordedura de rata puede ser mortal, pues transmite muchos virus e infecciones. Si en uno de esos momentos no doy el salto justo, los reflejos exactos propios del espanto una de ellas se me sube pierna arriba. Anduve por los menos 10 cuadras en el reino nocturno de las ratas parisinas, listo a salir corriendo como un loco o dar un salto de adrenalina pura. La otra París había desaparecido como por arte de magia. Recordé a Albert Camus y a su excelente novela La Peste, donde las protagonistas son las ratas y la epidemia.
La segunda anécdota. En uno de esos devaneos nocturnos recalé en un barrio lujoso, y en ese sector no había baños públicos y yo tenía unas insoportables ganas de orinar. Si lo haces en público arriesgas mucho en un país extranjero. Finalmente me colé a hurtadillas en un majestuoso restaurante cuyo toilette había vislumbrado desde el umbral. El descanso fue un éxtasis, pero cuando me apresuraba a salir impunemente, me llama una bronca voz. Era un gorila de bella apariencia, vestido de frac. Parecía un adonis de raza aria en términos del Führer, pero grande y además intimidaba con su mirada agresiva y su bronca voz. En París cada lugar lujoso tiene su gorila o vigilante, me imagino que armados y preparados para cualquier eventualidad. Me hablaba en un francés apresurado aún más por la rabia. Le entendí más o menos que yo había hecho algo incorrecto, prohibido, que no estaba consumiendo nada, que era un maleducado, etc. Debió imaginar que yo era un clochard (así le dicen en Francia a los vagabundos, aquí se le diría gamín). Para colmo yo no estaba muy bien vestido que digamos, y andaba pálido y enfermo por un cuadro gripal. En medio de mi estupor estuve a punto de orinar por segunda vez a causa del miedo y delante del hombre, y eso empeoraría las cosas. Yo le daba golpecitos tiernos en el hombro y solo atinaba a decirle: excusez moi, monsieur... merci monsieur, J’ai compris. Pero yo esperaba que me sacara a golpes o llamara a los gendarmes. Debió sentir compasión de mí, y me señaló la salida. Le dije por último: merci beaucoup, monsieur. Al encontrarme sano y salvo tomé consciencia de que me hallaba en un exclusivo sector del barrio Trocadero. Allí, contemplando un parque esplendoroso en una noche de luna roja y nostalgia parisina, miré al cielo y di las gracias. Por eso, y más, quiero volver a la París oscura, esa otra París que los turistas de primera clase se pierden.