Alguna vez escuché que lo peor que le puede pasar a los problemas sociales, es que se conviertan en temas de 'interés académico'. Ahora creo que lo peor es que se conviertan en titulares de los medios de comunicación y conforme se enfríe el rating, también se enfríe el interés por su solución.
Este parece ser el rumbo del etnocidio del pueblo Wayuu a manos de la empresa Cerrejón, en La Guajira. Los paliativos para atender a esta coyuntura por parte del Gobierno parecen insuficientes, pues el problema estructural en La Guajira se llama extractivismo minero del cual, el actual mandatario colombiano, como los anteriores, es directamente responsable.
El caso de los Wayuu, como el de muchas otras etnias en el país, sugiere el fracaso de dos paradigmas políticos que se instalaron hábilmente en la constitución del 91, pero que a la fecha han profundizado más los problemas que quisieron resolver. Se trata de la multiculturalidad y la delimitación jurídico-administrativa de los territorios indígenas.
En primera medida, la situación de La Guajira es la clara expresión de que la multiculturalidad fracasó, al permitir la muerte sistemática de miles de indígenas, en especial niños y niñas. La cultura, es mucho más que el tejido de las mochilas Wayuu, según la reducida visión multicultural. Es también y muy importante, el conjunto de estrategias para conservar la vida en los distintos grupos humanos, no solo física sino espiritual y simbólica. Conservar la vida por supuesto, con el cuidado y atención de los niños y niñas, y también de los ríos. El paradigma multicultural debilitó estas estrategias, reemplazándolas por políticas redistributivas (tipo regalías o familias en acción), que intentan ocultar la ruptura del tejido cultural en manos del extractivismo.
En segundo lugar, las Entidades Territoriales Indígenas (ETIS) reconocidas durante la constituyente del 91, terminaron siendo una pieza difícil de calzar entre el proceso de descentralización estatal; y los objetivos constitucionales de territorializar los derechos de los pueblos indígenas. Las ETIS como delimitaciones territoriales no son garantía de respeto por la vida en los territorios, pues tan solo en La Guajira se cuentan alrededor de 25 resguardos indígenas y esto no ha evitado el abandono y olvido de gran parte de este pueblo.
Las fallas en un instrumento de política como las ETIS también pueden verse en otros casos como las Zonas de Reserva Campesina, y las titulaciones colectivas para los pueblos afrodescendientes. Estas fallas por supuesto no responden a problemas en el diseño de la política, que sean fáciles de ajustar o calibrar por expertos del DNP, por ejemplo. Responden en cambio a la acumulación del capital trazada sobre los mismos mapas de los territorios ya reconocidos a los pueblos indígenas, afrodescendientes y campesinos. Por eso se siente más fuerte el desplazamiento, la represión y hasta el robo de los ríos.
El Estado colombiano, también discutió en esa misma constituyente del 91 cómo debía ordenarse el territorio nacional (centralista, federalista o estado-región). Finalmente, se proclamó de corte centralista con procesos de descentralización controlada; pero controlada por las élites mafiosas (como las que gobiernan verdaderamente el departamento de La Guajira) y por los capitales transnacionales. Estos últimos han sido los principales ordenadores del territorio, pues alrededor de las intervenciones del capital se conforman desde fuerzas paramilitares como guardias privadas, hasta cuadrillas de equipos de técnicos y profesionales para definir los instrumentos de ordenamiento de los territorios.
Por lo tanto, la tragedia del pueblo Wayuu también recuerda que nada de esto hubiera ocurrido sin el apoyo incondicional del Estado. Ese mismo que se sostiene en un sistema político que permite mantener el control por parte de las élites regionales, para que éstas acuerden los negocios con las empresas. El Estado tan preocupado por las discusiones sobre el territorio en la constituyente del 91 (dispuesto a incluir pluralidad de voces como las de los constituyentes indígenas y los académicos), ahora ha entregado el país al extractivismo y al monocultivo por un lado, y a la miseria y el abandono por el otro. Los pocos espacios disponibles son copados por ambiciosos proyectos de infraestructura, dirigidos a mejorar no el tránsito de las mulas y los chivos, sino el de las mercancías y los comodities.
Todo esto para decir, que el problema Wayuu no es el problema solo del pueblo Wayuu y que su tratamiento debe ser estructural. Es decir, bajo la idea de la territorialización de la paz, que no debe ser otra cosa que la de ordenar los territorios para la vida (humana y no humana), y no para los intereses corporativos. Se entiende que los territorios han sido desordenados por la lógica de la guerra y de la acumulación del capital, por ello la importancia de ordenarlos de acuerdo a los principios y particularidades naturales, culturales, simbólicas, políticas y económicas que en ellos se expresen.
Para territorializar la paz hay que ordenar el territorio, y una de las maneras de hacerlo es abriendo nuevamente el debate sobre la multiculturalidad y el proceso de descentralización, y con ello examinar de manera crítica y propositiva el papel de las delimitaciones territorialidades, ya sean estas campesinas, indígenas o afrodescendientes.
El caso Wayuu, es entonces, la oportunidad para pensar en construir la paz en ese y en otros territorios.