Al principio uno cree que son ellos Los parásitos. Maldita familia de pobres, resentidos, arrumados en un apartamento que está a ras de tierra, lleno de bichos, de meados, de calor y sin internet. El hijo, avispado, emprendedor, bien parecido, es el tutor del hijo menor de una familia próspera, de los barrios ricos de Seúl. Empieza entonces a idear un plan para meter a todos en esa casa, con su puto olor de fideos al vapor, de ropa mal secada, el olor del metro, la podredumbre de los pobres. Sin embargo, justo cuando llegas a la mitad de la película, todo se tuerce. Aparecen los giros y si, los Parásitos son los otros, siempre serán los otros.
Los rumores de Parásitos empezaron a llegar desde mediados del 2019. En Cannes puso los pelos de punta a un público que se rindió a sus pies. La Palma de Oro nunca fue más merecida y, a la vez, más mediática. A Colombia llegó tarde, el 9 de enero. Es raro ver que una película coreana llene así sea una de las salas de arte y ensayo de Iserra en la Calle 100. Pero las boletas se habían agotado. Estaba dispuesto a soportar dos horas y diez minutos de otra soporífera película asiática. La Palma de Oro ha sido tantas veces para mí, maldito gordo comedor de crispetas, un motivo de aburrimiento. Pero no, Parásitos, como el Aleph, lo contiene todo: el terror, el drama, la comedia, la angustia física y la claustrofobia. Inclasificable, magnífica, hermosamente filmada.
Detrás de esta obra maestra –jure no poner la maldita categoría pero, ¿acaso no lo es?- está un provocador, alguien capaz de gritarle en su cara a la realeza de Hollywood que son unos idiotas incapaces incluso de ver una película en otro idioma y con subtitulos. Boon Joon-Hu es el padre de este monstruo. El mismo que fue capaz de imaginar a la humanidad confinada en un tren que nunca se detiene en la injustamente despreciada Snowpiecer ahora vuelve a su eterna obsesión: la injustificable y cada vez más insoportable desigualdad social.
Hay una escena que parte en dos la película, una escena en la que dejamos de temer por la aparentemente desprotegida e inocente familia acaudalada: cuando la pareja de esposos habla sobre el olor que expide su chofer sabemos lo despreciable que pueden ser. “Es un olor horrible, invasivo, como el que sentimos cuando nos subimos al metro”. La pobreza tiene un olor y es peor que la mierda.
Si, la sala en la Calle 100 no sólo está llena sino que está expectante. No hay una sola persona absorta, hipnotizada. Si, con Parásitos se da uno de esos milagros, cada vez más raros en estos días del apocalipsis: una película que no sólo sea buena para la crítica sino que, universalmente, sea apreciada hasta por toda esa pobre gente que usa el servicio público, la gente que huele a humedad, a casa arrendada, a hijos que comen, que gritan, que exijan. Aunque es coreana Parásitos también se siente muy colombiana y responde a los conflictos que hoy en día han sacado a miles de personas a las calles colombianas: la gente se cansó de que cinco familias parásitas lo tuvieran todo mientras nosotros, los pobres que olemos maluco, no tenemos nada.