Hola, hermano. ¿Te acordás, amigo, de aquellos diciembres cuando nos reuníamos a gozar? Me acuerdo de cuando cantábamos hasta los que no sabíamos cantar, cuando dejábamos las tristezas en el armario, cuando nos abrazábamos y bailábamos.
Cuando comíamos hasta con poca hambre, cuando decíamos que el próximo año iba a ser mejor, cuando no conversábamos para poder escuchar la música y no permitir a la conciencia molestarnos con temas trascendentes, cuando la mente nos daba aunque sea un día para querernos.
En esos días no escuchábamos a Serrat ni a Pablus Gallinazus. Mejor La Murga de Panamá, El Año Viejo, La Mujer de José o El Testamento.
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El pesebre era una obra de arquitectura familiar y hasta los más ateos queríamos a los Reyes Magos y a la malvada mula, aunque fueran más grandes que las chozas, y a los gallos, gallinas, ovejas y vacas que terminaban encima de los techos.
Los juegos de luces, que terminaban dañados a finales de diciembre, el río hecho con papel de aluminio, el carro de pilas que mi hermanito menor insistía en parquear en el taller del carpintero José, el lago hecho con el espejo de mi hermana mayor, todo, todo, lo aceptábamos y justificábamos, porque sí.
En esas fechas no hablábamos de política, porque podíamos hablar de buñuelos, natilla, brevas, hojaldres y desamargado.
Las novenas y villancicos que cantábamos cada año, los mismos de siempre, nos parecían nuevos.
A la odiosa vecina del frente la veíamos más querida, y el vigilante de la cuadra terminaba siendo como un tío para todos.
Y disfrutábamos a morir con la ensalada rusa con jamón de cerdo que mi mamá cada año hacía en cantidad para la familia y para pasarle a los vecinos.
Considerábamos ese como el mejor y más moderno plato de la culinaria internacional. Cosas que solamente sucedían en diciembre.
No solo en diciembre, en cualquier época, empezamos a volvernos trascendentales, tristes, magros y aburridos, viejos quejosos a cualquier edad.
Nos empezamos a distanciar por nuestras posturas políticas, los veganos y carnívoros dejamos de hablarnos, armamos tremendas discusiones por el lenguaje incluyente, la leche deslactosada en la natilla y los edulcorantes artificiales en los dulces navideños.
Los unos a los otros nos empezamos a tildar de paracos o guerrillos, machistas o feministas; dejamos de oír música y nunca volvimos a bailar en las reuniones de familia o de amigos.
Qué mamera, nos empezamos a sentir y a comportarnos como el país, dejamos de querernos y empezamos a odiarnos.
No entendimos que personas como yo, que odio el tomate de árbol y los ollucos, podemos entendernos en otras cosas con sus adoradores.
No debes, hermano (me hablo a mí), seguir alejándote de los que, después de todo, puedes aún querer.
Las cosas que te hicieron feliz, recupéralas; las personas y cosas que ya odias, como el olluco, síguelas odiando; aléjate de las personas aburridas, te pueden deprimir; vuelve a bailar, vuelve a parrandear y divertirte y, no olvides, llegó la hora de vivir sabroso.