Para una posible arqueología del mañana

Para una posible arqueología del mañana

"No sé cómo harán los futuros profesionales de esta ciencia para tratar de interpretarnos más allá del absurdo y el sinsentido que supone este presente"

Por: Harold Hernán Marín Fernández
agosto 13, 2020
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Para una posible arqueología del mañana
Foto: Pixabay

La mitología del siglo XX hablará de cómo se crean ilusión y deseo. Dirá que en los escritorios de los publicistas y en manos de productores radiotelevisivos se gestaron enormes revoluciones tan efímeras como superfluas. Hablará de los medios colectivos de información creando y descreando el mundo de todos los días, de cómo televisión, radio e internet ─sobre todo─ nos vendieron lo impensable. Hablará de un concepto extraño, continuamente regenerado en sí mismo: la moda; nos dirá de un tiempo en que moda se convierte en sinónimo de nuevo y nuevo a su vez se hace sinónimo de joven. La ecuación se cierra: la moda es siempre nueva y lo nuevo es siempre joven. Lo juvenil de moda, erigido además en paradigma del diario vivir.

Esta misma leyenda dará cuenta de cómo se puso al día entre tantas modas la barbarie de la muerte; en su decir confundirá los ríos de sangre bíblicos con algunos Urabás, Mapiripanes, Santa lucías, Trujillos, Ituangos; dirá que el milenario profeta anunciaba aquellos caudales de roja sangre y entonces hablará que la muerte era una muerte vieja resistente a los siglos, y que seguramente por tantos televisores prendidos se multiplicaron el color y el olor de los muertos, y que las marchas de paz con su telón de fondo ─ blanco─ exageraron los hechos fortuitos, continuos, constantes... que entonces ante tanto eco la realidad se convirtió en farsa. Dirá también que la mentira se volvió cierta y que la verdad se volvió mentira y que, a este tenor, los políticos siempre decían la verdad porque siempre mentían. Que no nos hundimos, porque para ser más precisos el infierno subió a nosotros tan despacito, tan despacito, que nos acostumbramos a su calor, a su dulzor amargo, al olor a muerte de las bragas del diablo. Que nos cocinamos despacito en nuestras envidias, nuestros egoísmos y nuestros miedos y que hicimos del asesinato un pase y venga para defender prebendas, pagar cuentas, resolver problemas de alcoba... además, habiendo perdido los parámetros de arriba y abajo ¡¿Qué importaba dónde estábamos o llegábamos o quedábamos?! En la época del cambio, cambiamos parámetros por paramilitares.

La arqueología del siglo XX hablará del discurso de los mudos a los sordos, de farsas burguesas envestidas en blanco y erigidas en shows de calle con zanqueros, cuenteros, poetastros, escritorzuelos y tanto granuja suelto dispuesto a hacer suyos discursos oficiales; mientras quienes llamaban a la paz por los radios y las tevés convocaban un poco más tarde ─los mismos─  a la guerra en los salones y los clubes o en las juntas directivas de las grandes industrias o en los consejos de seguridad de cada municipio; una patria esta, la nuestra, la de finales de siglo XX, muy parecida a la de Stalin en la primera mitad del siglo, eso sí, sin el protocolo militar de la Rusia próspera, sin Stalin, pero con Pastrana. Dirá que la guerra en realidad le convenía a todos los importantes, a aquellos con un podercillo a la mano, a tanto reyezuelo creado por neoliberalismos tardíos, por feudos antiguos o revoluciones coqueras; ocurre que el poder es el mismo sin importar de dónde provenga, cómo se sustente, y qué tan grande sea o se crea ser; de todas maneras se desea tanto ─ el poder─ como pueda mantenerse y no se suelta porque se sostiene a toda costa. Es esta su naturaleza.

Que en verdad la paz le favorecía a los sin importancia: a los sin tierra, a los desprotegidos, a los desvalidos, a los humanistas recalcitrantes, periodistas soñadores, cómicos de vocación, a Garzón, a santos, santones, santurronas... y a los pobres, es decir, todos estos que juntos, conformamos poco menos que una subraza, esos que hemos crecido el río de muertos y tapizado los caminos para que la guerra nos ande sobre el lomo cómodamente montada.

La misma arqueología no atinará a distinguir entre los talking shows y los telenoticieros y verá en unos y otros una invaluable mitomanía del transcurrir de los días, verá la absoluta coherencia del descreimiento, de la apatía, la corrupción rampante, de la realidad maquillada que representaban; hablará de como posaban para las fotos los burócratas, tecnócratas, políticos, sólo para la foto y que cuando más presumían de hacer, se revelaba esa coherencia que es de forma, sorprendente por su absoluta eficacia probada en la ineficacia y la ineficiencia de sus actos, finalmente limpios y robustecidos por sus asesores de imagen, lavada por los medios de comunicación vendidos o pagados, e idolatrada por la masa de lacayos, ignaros funcionales y la incontable clientela.

Esa arqueología de los siglos, de este en particular, hablará de un país grande y rico al que tantas guerras extendidas que fueron una misma no pudieron destruir, que tanta muerte no segó de vida totalmente, pero al que la injusticia, la indolencia y el egoísmo, mantuvieron en la zozobra diaria de ver muriendo a los suyos, los propios o los extraños, enterrando a la esperanza, la risa y la miseria al mismo tiempo juntas, todos los días y una y otra y otra vez... se dirá que hubo un tiempo en que se podía inculpar a las balas asesinas, algunas tenían nombres claros del poder... después, sOlo se sabría cuando caía alguien, que era la muerte quien le segaba... Esto dirán los que desentierren nuestros huesos, después de reponerse de la podredumbre; no sé cómo harán para tratar de interpretarnos más allá del absurdo y el sinsentido que supone este presente del que somos huidos o exiliados, que casi siempre no nos comprende y que en mucho no terminamos de asumir.

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