Con la muerte del senador Eduardo Enríquez Maya a causa del COVID-19 y las anunciadas reformas, el papel del parlamentario en nuestra democracia está a la orden del día.
La muerte de un senador provocaría en un país donde esta institución genere respeto y confianza sentimientos de solidaridad y gratitud por parte de la sociedad. En nuestro medio pasa totalmente desapercibido este hecho luctuoso.
Revisando un registro noticioso sobre la vida de este congresista, como parece ser la regla general, está plagado de escándalos de corrupción en la contratación, clientelismo, paramilitarismo, tráfico de influencias, etc.
De igual forma, según informe del medio digital Cuestión Pública, el senador que militaba en el Partido Conservador se había convertido con el tiempo en un plutócrata, que había hecho de la política su oficio, siendo congresista por más de 20 años.
De su gestión como parlamentario solo aparece registrado el aporte que como constitucionalista hizo a la reforma política del 2018 para que la elección para presidente, gobernadores y alcaldes los segundos en votación fueran elegidos senadores, representantes, diputados y concejales.
Teóricamente, los parlamentarios (senadores y representantes) son elegidos popularmente para luego ser representantes de “toda” la sociedad. Entre sus funciones están la aprobación de leyes, el control político y la elección de altos directivos del Estado (organismos de control, registrador, fiscal y magistrados de las altas cortes), que no son otra cosa en la práctica que la extensión de su poder hasta estos organismos públicos.
Pero una vez elegidos los parlamentarios (no importa cómo), se produce una ruptura con sus electores y su representación ya no es la popular o de los intereses generales, ya que pasan a convertirse en los notarios de los gobiernos de turno.
Su papel se reduce a meros tramitadores de leyes que presentan los distintos gobiernos de turno, que son aprobadas por coaliciones de intereses non sanctos, en previos acuerdos de gobernabilidad (acuerdos clientelistas o coloquialmente mermelada). Entre estos intersticios se pierde el interés general.
Los temas económicos, laborales, salud, servicios públicos y tributarios han sido iniciativa de los gobiernos neoliberales desde los años 90 y han sido aprobados por los distintos congresos sin atender las reales necesidades y contextos del país y con otras motivaciones ya comentadas.
Incluso el mismo diseño del estado obedece a orientaciones foráneas de organismos financieros internacionales que han significado en varias ocasiones su reducción, la salida de millares de trabajadores y la violación del trabajo decente y la meritocracia, desoyendo las voces y opiniones de los trabajadores organizados en sindicatos. Como también han omitido históricamente la obligación de tramitar leyes como el estatuto del trabajo, el ordenamiento territorial, etcétera y que la corte constitucional ha debido de abordar en algunos casos.
No se puede negar que los legisladores tramitan otras iniciativas, pero que no tienen la trascendencia ni la connotación de los temas anteriores que definen la calidad de vida de los colombianos, como actualización de códigos, convivencia ciudadana, régimen electoral, contratación, y temas menores como rendir homenaje a pueblos, eventos musicales y folclóricos, condecoraciones, (como la ilegal placa de homenaje al expresidente Uribe), etcétera, pero que no atienden las reales necesidades del pueblo y las promesas hechas al elector.
Como no existe una verdadera rendición de cuentas al elector, ni estos la piden, ni hay censura social, la función legislativa queda al arbitrio del interés particular del legislador. Hay un divorcio total entre el parlamento y la sociedad.
De esta manera, el voto del legislador se convierte en una mercancía que se vende al ejecutivo a cambio de feudos y clientelas (entidades, empleos y contratos). Por lo tanto, no es gratuito que una de las instituciones, sino la mayor, según los sondeos históricos de opinión sea el congreso de la república.
No obstante esta situación, no existe el más mínimo ánimo de contrición y de autorreforma como recientemente se vio al negar la aprobación de los puntos del referéndum anticorrupción, o, la reducción del salario, o, los gastos de representación en pandemia. Son desafiantes con la voluntad popular.
Se podría decir que son un mal necesario bajo el esquema de una democracia representativa pero en franca decadencia y legitimidad. Quizás su única posibilidad de reforma sea la evolución que se está dando con la democracia digital o el nacimiento de nuevas generaciones de ciudadanos.
Con la presentación de la reforma tributaria y de sostenibilidad social nuevamente el congreso será protagonista del mayor de los dilemas, a quién representa, si a los intereses de las clases más golpeadas por la crisis de la pandemia o a los intereses alcabaleros de un gobierno impopular que malgastó el dinero en años anteriores y defiende intereses gremiales y corporativos de élites económicas.
Deberá decidir cómo enfrentar el dilema de a quién le sirve, a sus electores y las clases sociales más golpeadas o a los intereses de un gobierno que no interpreta las realidades sociales, que no goza de la mayor confianza y que representa grupos de poder que tradicionalmente han gobernado el país tras bambalinas.
Deberá decidir si aprueba la propuesta de un nuevo diseño del estado de espaldas a sus funcionarios organizados en sindicatos y, que más parece una venganza del uribismo contra la institucionalidad creada por el santismo y, un golpe a la estabilidad de los funcionarios de carrera administrativa del estado, el debilitamiento de esta conquista constitucional y la continuidad de la flexibilización laboral, la violación del trabajo decente con la paralaboralidad de los contratos de prestación de servicios.
En suma, un parlamentario podría definirse como aquel plutócrata o representante de los plutócratas organizados en gremios o corporaciones, que se hace elegir para alimentar su ego, adquirir poder para sus intereses particulares, canalizar los intereses de sus patrocinadores y enriquecerse exponencialmente. En ese sentido, los sectores populares de la sociedad están ausentes de la discusión en el otrora espacio de la verdadera democracia.
Hasta los grandes oradores se extrañan, y podría decirse que al parlamento no llegan los mejores representantes de la sociedad, sino los mejor organizados con cero en ética pública.
La historia dictará sentencia.