Para poco. Para poco o nada sirve una reina, incluso para lo mismo de cuanto podría decirse, por ejemplo, del secretario de seguridad o del secretario de movilidad de Bogotá, seres absurdamente inertes, idos, habitantes placenteros de un universo que imaginan extraordinario mientras cosas de la vida y la cotidianidad agonizan sin remedio.
De reinas, una en particular como Isabel II, monarca del Reino Unido y quien acaba finalmente de morir desencadenando las lágrimas ardientes, el desgarramiento de la piel de tantos sapos y mortales, no hay nada que quepa o valga la pena mencionar en cuanto a su exorbitante bolsa personal, las heredades, los brillantes colgantes de su cuello, la familia maqueta, la rodilla real que jamás podría haber visto ningún ser de carne o hueso, el hijo amado metido en cuestiones de pedofilia, cualquier crimen familiar de película sin resolver, la sangre azul teñida de sangres bien rojas en otras tierras, cosas así, simplemente humanas, cosas en su sonrisa altiva, asuntos de la vida privada que como la de Juanito Alimaña en la canción “todos comentan y nadie delata”.
En lo referente a eso entonces no cabe tan siquiera murmurar. En cambio, hay que decir que estaba viva Isabel II, portaba su corona resplandeciente que llevó durante 70 años en esa cabecita de algodón y no dijo nada, o si lo hubiera hecho en privado o en público nunca se oyó lo necesario para detener la sangre, el saqueo, el genocidio, esas violaciones, las quemaduras, aquellos ojos y dientes arrancados de las caras negras, la bestialidad del apartheid en Sudáfrica, los crímenes de lesa humanidad en las que fueron colonias británicas de las que se llevaron y siguieron llevándose hasta hoy con estandartes de cooperación internacional e inversión extranjera lo que da o necesite el hombre, lo que esté en la tierra y todo lo que corra bajo esta.
La señora, “de sobrenombre su majestad”, que siempre prometió defender sus tierras de ultramar, mantuvo celeste la sonrisa y cerrada la boca cuando los ejércitos de su reino se tiñeron la cara para saborear la guerra, la vez que cruzaron el Atlántico hacia las islas Malvinas, molieron en días las líneas enemigas hechas de cartón y de niños argentinos casi descalzos a muchos grados bajo cero; niños pobres, ignorantes, arengados por la dictadura militar, niños que murieron congelados, murieron de miedo, soldaditos triturados, apresados y devueltos a la Argentina entonces mísera con vejámenes innombrables.
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La señora, “de sobrenombre su majestad”, que siempre prometió defender sus tierras de ultramar, mantuvo celeste la sonrisa y cerrada la boca cuando los ejércitos de su reino se tiñeron la cara para saborear la guerra
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Irlanda del Norte; armas químicas inexistentes que permitieron la guerra de multimillonarios a la vez que tramposos intereses en Irak; diamantes sangrientos en Sierra Leona; la voracidad de las farmacéuticas y el aprovechamiento biotecnológico de lo tomado a las malas en ultramar no afectaron, que se sepa, la sonrisa o la prudencia de nuestra reina, y digo nuestra porque con el crujido del mundo por su muerte pareciera que ella fuera toda de todos, soberana absoluta de la humanidad, altamente cercana a cada uno de nuestros árboles genealógicos.
Recordemos, como no, el dolor profundo del exsuperintendente de Industria y Comercio, Andrés Barreto, ante la muerte del esposo de la reina, a quien dedicó “pensamientos y oraciones en este triste momento”, y las horas de lamentaciones, conmemoraciones, los mensajes líricos y el recuerdo de grandes gestas de los últimos días que parecieran de luto obligatorio en medios colombianos.
Es curiosa, pues, tanta expresión plañidera en cuanto a una reina, a esta reina. Casi es de imaginar que si eso ocurre así por ella que de pronto ni sabría si Colombia era un país o una estampilla, aquí se presentaría una gran desgracia si el secretario de seguridad o el de movilidad de Bogotá (ellos que sirven casi para lo mismo que la realeza ante la inseguridad o el trancón) desaparecieran del tablero burocrático, digamos por un soplo divino o porque se fueran con licencia a beber copas a un bar en el Reino Unido por el resto del período de gobierno.