Colombia siempre ha sido una fosa común en la que los nadie somos nada. Además, la vida acá no es nada.
Este país es una fosa en donde se siembran a los sin-nombre. También, ha sido un gran incendio: un fuego inesperado que nos ataca.
Este país es un hueco en la tierra lleno de huellas de vida, seguido de un fuego que deja miedo, horror y ruinas.
¿Cómo respirar y saber que hay tantas piernas, tantos brazos, tantos ojos y tantas cabezas separadas de sus cuerpos?
¿Cómo despertar para verse huérfano, sin hijos y sin hermanos?
¿Cómo volver a dormir con nuestros sentidos adiestrados en la red telepática que sigue la programación del olvido?
Somos como desterrados: desterrados que se miran desde la desdicha que habita en todos los finales a donde han sido arrojados.
Sin embargo, también somos los que rasguñan la entraña de esa fiera que llaman justicia para que pare la sangre, para que nos dejen llorar a nuestros muertos y para que se oigan nuestras voces.
Así mismo, para que podamos gritar y para que nuestras voces no las entierren, no las quemen, no las descuarticen, no las desaparezcan y no las olviden.