Mucho revuelo causa el anuncio del día sin carro en las principales ciudades. Afortunadamente lo hacen de manera oportuna, para que la gente reprograme las actividades de ese día: cancelar citas médicas, organizar la forma de llegar al trabajo, cambiar de fecha compromisos de toda índole, convocar a dos amigos con el fin de movilizarse en un solo vehículo. La vida se ralentiza, los restaurantes están menos llenos, el comercio queda semiparalizado. Las motos que tanto incomodan pero tan necesarias, pues en la mayoría de los casos son herramienta de trabajo, tampoco tienen permiso para circular, lo cual deja a sus propietarios, como a los de vehículos particulares, en la necesidad de transportarse en bicicleta si la tienen, usar el atestado servicio público, o caminar.
Por supuesto, el esfuerzo exigido a la ciudadanía tiene propósitos loables, deseables, como son el que haya menos accidentes, disminuir la contaminación, incentivar a las personas a utilizar el transporte público.
Sugieren las autoridades el uso de la bicicleta con lemas como “Al trabajo en cicla” y programaciones lúdicas en sitios públicos que ofrecen ese día picnics, danzas, exhibiciones y conciertos. Sugerencia difícil de aceptar de manera generalizada, como las restantes. Porque no todo el mundo tiene una bicicleta. Basta pensar en las amas de casa, en los ancianos, en los empleados públicos, en los asalariados, en ese gran conglomerado de personas que no pueden usarla, o que son demasiado mayores para arriesgarse a romperse un hueso. Si ese día mejora la seguridad, es porque menos personas salen de sus casas, quizás porque se incrementa la vigilancia para sorprender infracciones a la norma.
Me pregunto qué objeto tiene reducir la accidentalidad durante uno de los 365 días del año. La accidentalidad se reduce reglamentando el tráfico. Educando a los conductores, creando conciencia ciudadana, limitando el número de vehículos, buses, volquetas, carros y motos que circulan por ciertos lugares y a ciertas horas, manteniendo en buen estado las vías, los semáforos en permanente funcionamiento, evitando el hacinamiento y el caos vehicular con la oportuna construcción de calles amplias, retornos, glorietas. Se reduce con la opción de un transporte público seguro y suficiente para las necesidades de la ciudadanía. Ya en la antigua Roma el tráfico era un problema que se arreglaba impidiendo la circulación de vehículos pesados, carros, carretas, por lo general cargados de alimentos y bienes de consumo, durante las horas de luz. Solo algunos ciudadanos podían moverse a caballo en una ciudad de un millón de habitantes, un puñado en litera. Por supuesto que no se trata de vivir como hace dos mil años, pero traigo el ejemplo a colación para sugerir que la reglamentación del tráfico no es nada nuevo y que las políticas deben ser continuadas en el tiempo, no nacidas del fervor de un día.
Quiméricas son dos motivaciones
para implantar el día sin carro:
moverse en transporte público y disminuir la contaminación.
Igualmente quiméricas son las otras dos motivaciones para implantar el día sin carro: moverse en transporte público y disminuir la contaminación. Cuál transporte público si es insuficiente en días normales. En Medellín, el Metro se quedó chiquito. Encontrar puesto en horas pico es una hazaña que exige intrepidez, fuerza física, espíritu combativo. El tranvía, el metrocable, recorren tramos específicos de la ciudad. Los buses no dan abasto. Los taxis menos. Los Uber trabajan en medio de la zozobra. Sin duda lo mismo sucede en Bogotá, en otras capitales.
En cuanto a pensar que la contaminación va a disminuir con un día sin carros y motos, es una quimera. Los niveles bajarán durante unas horas, un par de días, quizás, para volver a alcanzar la toxicidad anterior. Abundan los enfermos de las vías respiratorias en las capitales de departamento, y su salud no va a mostrar ningún progreso por unas cuantas horas de aire un poco menos contaminado. Tal vez las cosas mejoren algo en Bogotá, barrida por los vientos que soplan por la hermosa sabana, arrastrando impurezas. No en Medellín, levantada en el fondo de un valle rodeado de altísimas montañas. Al contrario, muchos tememos que la contaminación siga empeorando, como ha venido haciéndolo.
Respeto la opinión contraria y me alegro por aquellos que creen que están ayudando en algo con el día sin carro. Pero no pienso que sea de alguna utilidad. Decía Gustavo Wilches, la persona tanto sabe del medio ambiente, que para salvar la tierra, cada habitante del planeta debería vivir como lo hace hoy un cubano. Con lo mínimo indispensable. El remedio tendría que ser drástico. El día sin carro puede vender la idea de que las autoridades hacen algo para solucionar problemas fundamentales, que se preocupan por la salud del planeta, por el bienestar de las personas, por la accidentalidad. Sin duda, ayuda a crear conciencia, lo cual es importante. Pero en el fondo no tiene más que el valor simbólico de un gesto. Un sofisma de distracción, algo para calmar la mala conciencia, mientras continuamos envenenándonos.