La siguiente escena se desarrolla en la piscina en un elegante hotel de Medellín: son las cinco de la tarde, entre los pocos bañistas se destacan dos extranjeros en pantaloneta. Ocultan sus miradas tras lentes ahumados, lucen camisas estampadas en colores vivos, llevan en la mano un vaso que podría ser de ginebra o vodka. Ambos están instalados en cómodas sillas de extensión, mientras esperan la llegada de un grupo de modelos. Los extranjeros, conscientes de la belleza proverbial de las mujeres de la ciudad, aseguran pertenecer a una agencia de publicidad y se encuentran allí con el fin de contratar algunas jóvenes para grabar un comercial.
Se oyen voces femeninas en el vestíbulo, algunas risas un poco estridentes para la severa elegancia del decorado, el golpeteo de los tacones sobre el piso de mármol. Siete modelos, dirigidas por un agente vestido de negro, hacen su ingreso en la zona de la piscina. Son niñas entre los dieciséis y los veinte años. Visten ropas apretadas y están cuidadosamente maquilladas. Por el acento, por la manera de expresarse, sería fácil suponer que provienen de los barrios altos de la ciudad. Después de las presentaciones, cada una exhibe su impactante belleza ante los publicistas, desfilando una y otra vez alrededor de la piscina. Tras una breve deliberación, estos eligen a las tres más bellas, y las llevan a sus habitaciones, para hacerles el “casting”.
Escenas como esta se repiten con otro decorado y otros actores, no solo en Medellín, sino por todo el país. El escenario puede ser una bomba de gasolina donde una madre vende a sus hijas de doce y diez años, los pasillos de una universidad en la que agentes del negocio circulan un catálogo de bellas estudiantes dispuestas a intercambiar sus favores por dinero, una casa de citas a la que acuden prepagos jovencísimas, un burdel de mala muerte y otro de un lujo ostentoso, una estación de buses, un centro comercial, una calle cualquiera en el centro de cualquier ciudad, un parque, el atrio de una iglesia. A pesar de las diferencias de forma, la sórdida transacción es la misma, algunas veces movida por una auténtica necesidad, las más, por el afán de lucro.
No podemos negar que el país se está convirtiendo en destino del turismo sexual, en un burdel de fama internacional. Un negocio que cuenta con proxenetas entre quienes figuran taxistas, modelos, exreinas de belleza, personas de las que nadie sospecharía, todas ellas dedicadas a explotar sexualmente, con mucha frecuencia, a menores de edad. Los proxenetas cuentan con los apoyos de la tecnología para ofrecer dentro y fuera de nuestras fronteras excursiones sexuales en las que los clientes disfrutan del consumo de drogas, de placeres poco comunes, incluso de la virginidad de niños de menos de quince años. Se sabe de millonarias subastas de pequeños, de la hábil dosificación de drogas para crear adicción entre las víctimas, muchas veces incautas o movidas por acuciantes necesidades económicas, del suministro de barbitúricos para privarlas de la conciencia y hacer de ellas un objeto al servicio del placer. El resultado de los últimos operativos contra este flagelo que quiere convertir a Colombia en paraíso sexual, fue la entrega de 48 menores de edad, la mitad de ellos originarios de Cartagena, al Instituto de Bienestar Familiar.
El crecimiento del negocio demuestra muy a las claras que la represión no basta para impedirlo. Ni las convenciones internacionales que penalizan la prostitución infantil y el proxenetismo, ni las leyes especiales promulgadas en nuestro país. Son muchos los factores que se confabulan para el florecimiento de esta denigrante red en expansión. Entre ellos, pesan la reconocida habilidad de la delincuencia y del crimen organizado entre nosotros, la pobreza, la falta de educación. También, la mentalidad de personas provenientes de países desarrollados que solo ven en el nuestro atraso y corrupción. Personas que nos contemplan desde una equivocada posición de superioridad, con medios económicos para fomentar la prostitución.
Me pregunto qué podemos hacer para que ni Medellín, ni ninguna otra ciudad del país, sea un burdel al servicio de extranjeros y nacionales. Entre las soluciones está siempre la primera, la panacea: educar, educar, educar. Otra, sería atacar las cosas desde el inicio. Los problemas, en especial si son graves, no aparecen de la noche a la mañana. Se van estructurando lentamente, van echando raíces, van evolucionando y ramificándose. Es deber de las autoridades enfrentarlos al comienzo, cuando aún se está a tiempo, no cuando se han salido de madre y poco queda por hacer. Ojalá con este flagelo de la prostitución, en especial la infantil, no sea demasiado tarde, como lo fue para el narcotráfico (caja de pandora de la cual han brotado tantos males, entre otros el de la prostitución a gran escala), que hizo el anuncio de su llegada de mil maneras, que en su momento fueron ignoradas, con las desastrosas consecuencias que seguimos pagando.