Nunca me había pasado que la muerte de alguien cercano me quitara de cuajo las palabras.
Acabo de regresar del sepelio de un amigo, y allí, frente a su cadáver, rodeado del dolor de todos los que le amaron, apenas fui capaz de balbucear unas cuantas ideas inconexas sobre un par de anécdotas, cuando en verdad mi deseo era el de haber podido ser mínimamente lúcido y hacer toda la justicia que la memoria de un amigo que ya no va a estar más se merece.
Durante los dos o tres minutos que duró este trance no me fue posible ni tragar ni expulsar el tolondrón que oprimía mi garganta, y aquel apuro de segundos duró horas dentro de mí como si no fuera a pasar jamás.
Finalmente la declaración inexorable de mi incapacidad, para decir algo más que aquellas precarias ideas casi gemidas, me ayudó a salir de aquel apuro.
El que estaba allí, seguramente muerto de la risa viendo mi atolondramiento sin remedio, era el maestro Aníbal Tobón Bermúdez, un barranquillero que anduvo por medio mundo haciendo teatro, escribiendo poesía, educando y entreteniendo niños en Suecia, trabajando en los viñedos europeos, atendiendo un bar en Caracas o representando por años el Cristo de Cumaná en Venezuela. Siempre con su flacura extrema y su locuaz y certero pensamiento anarquista para decir un maravilloso disparate; un parlamento teatral de alguno de sus personajes; o para desgajar de su conversación las locuras, ocurrencias y anécdotas más inverosímiles.
Lo conocí bastante tarde. Ya era un personaje de talla nacional porque a mediados de los años setenta había protagonizado, haciendo parte del colectivo artístico El Sindicato, el revuelo aquél que significó el Premio del Salón Nacional de Arte con la obra Alacena con zapatos. Había hecho parte de un grupo de teatro adscrito a la Escuela de Bellas Artes de la Universidad del Atlántico. Y había pertenecido también a un raro concierto-experimento en el que se tocaban puertas y ventanas y el pintor Norman Mejía interpretaba un violín eléctrico rojo que había que desconectarle para que terminara sus insólitos solos. Era la única forma de callarle y era también el fin del concierto. El grupo se llamaba Hospital mental.
Qué de cosas no le escuché en largas tenidas, solos o con otros amigos, a este Aníbal Tobón que conocí hace unos 20 años pero del que fui hermano y amigo desde hace quince, y vecino y hermano desde hace nueve. Las historias de las maldades sorpresivas que siempre le jugaba su hermano Darío Tobón, siendo la más reciente una en la que se presentó disfrazado de policía un día de su cumpleaños y se lo llevó preso con una orden de captura falsa, en complicidad con unos policías de verdad.
Yo nunca me cansaba de escucharle. Al contrario, cuando no era él el que a veces me repetía historias sin darse cuenta, era yo quien se las pedía selectivamente y él accedía sin problemas y con los mismos pelos y detalles, como si estuviera estrenando relato para una nueva audiencia. Era un extraordinario contador de historias. Cada botella de vino, o de ron, que abría, y eso era a menudo, debía pagar su cuota ritual al espíritu de su gran amigo, cofundador de El Sindicato, el maestro Efraín Arrieta. Vertía un chorrito sobre el piso, a su nombre, y comenzaba su conversación hasta el próximo brindis.
Hace nueve años exactamente nos dimos a la aventura de darle una nueva forma a un recital con poetas internacionales que se hacía desde la Biblioteca Piloto del Caribe, dándole también otro nombre que lo convertiría en lo que es: el Festival Internacional de Poesía en el Caribe, PoeMaRío, proceso en el que estuvo comprometido hasta los tuétanos durante los primeros cuatro años de la experiencia hasta su retiro. Y su muerte inesperada, luego de una crisis respiratoria, ocurrió anteayer precisamente el mismo día en que inaugurábamos esta novena versión del festival que mañana termina.
Él fue el de la idea de que nosotros no éramos compadres sino comperros, porque compartíamos la afición por las mascotas caninas y cuando él salía de la ciudad, a Venezuela, casi siempre, país del que también era ciudadano, yo me quedaba pendiente de sus “enanos”; y él hacía lo mismo con los míos cuando era yo el que faltaba en casa.
Por él compramos juntos un terreno en Salgar, donde construí mi casa y ahora vivo. Y desde los bellos balcones y terrazas de su casa empecé a amar el mar de Salgar y a querer ese patio enmontado que con los días vino a ser El nombre de la roza desde donde ahora veo pasar las bandadas de pelícanos que el siempre llamó “la fuerza aérea de salgar” saludando firme en un remedo de saludo militar.
Hasta siempre, viejo capitán de la poesía.