Lo conocí cerca del mediodía, me había sentado en la silla metálica y dura del paradero del terminal, mientras esperaba la buseta que me llevaría a mi casa. Estaba pensando qué iba almorzar, haciendo mi lista mental de lo que tenía en la nevera y al tiempo miraba el número de cada bus que pasaba, con la esperanza que el 39 apareciera pronto.
Estaba en todas esas cuestiones cuando una mujer se me acercó a preguntarme por una ruta en particular, le respondí cordialmente mientras ella me solicitó que ayudara a un señor que se encontraba sentado a mi lado; tanto era mi despiste o mi hambre que no había notado al hombre que tranquilamente estaba sentado junto a mí.
Era delgado, vestía camisa blanca y pantalón azul, sus zapatos estaban polvorientos —seguro de tanto caminar— y tenía en su mano un palo del que colgaba una pequeña cuerda. Luego de que miré su rostro entendí que el bastón lo usaba para poder ubicarse y caminar, mi vecino de silla era ciego.
Necesitaba llegar a una estación de Megabus (nombre el sistema de transporte masivo) y de ahí tomar otro que lo llevaría a Altagracia, un corregimiento rural. Luego, tendría que caminar 1 hora por carretera destapada hasta llegar a su casa, una finca sencilla donde le esperaba su mamá. Me explicó que había ido a la ciudad a tramitar unos papeles médicos para su anciana madre que por la edad no podía acompañarlo.
Él me hablaba mirando al infinito y yo observaba sus ojos blancos y apagados, mientras me preguntaba si alguna vez tuvieron color. Nos fuimos juntos en el bus, cambié mi ruta y me fui con mi vecino de silla que se llama Luis.
Hablamos de muchas cosas, tenía que tomarlo del brazo para poderlo guiar mientras caminábamos para hacer fila y que tomara el otro bus. Lo veía frágil, dependiente, vulnerable pero feliz.
Luis sonreía, me explicaba que era difícil caminar así, pero había que hacerlo; cómo iba a dejar a su mamá sin exámenes y medicinas, él era el hombre de la casa y mientras estuviera vivo caminaría kilómetros si era necesario para que su viejita estuviera bien.
Él no notó que sus palabras me conmovieron hasta el alma, no podía ver mis lágrimas que se esforzaban por salir y yo por retenerlas.
Lo subí al bus que iba para Altagracia, le tomé la mano para despedirme y me quedé en el andén observando al vehículo que partía rumbo a su destino y con Luis abordo.
Esos son los héroes de carne y hueso que escasean en estos tiempos, hombres que no tienen límites, que no se autocompadecen por sus circunstancias, se levantan, luchan, sobreviven aunque no sea fácil; mientras nosotros gastamos la vida en banalidades y nos quejamos por todo.
Luis tiene su mirada apagada, pero es fuerte, yo estoy completa y saludable, pero a veces soy débil y me falta valor.
Luis nunca leerá estas líneas en su honor, pero espero que quien las lea pueda admirar a este hombre tanto como lo hago yo en este momento, nuestro Luis de Altagracia un hombre que mira con la fuerza de su corazón.