Desde aquel día lejano en que publiqué la primera novela La agonía de un adolescente, por allá en el año 2014, y que salió a luz pública el mismo día en que fallecía Gabriel García Márquez, aquel 17 de abril a las tres de la tarde de ese jueves santo de pasión y agonía; cuando el Editor me entregó físicamente la obra; nunca pensé volver a refugiarme como un cartujo en la biblioteca, para dar rienda suelta a mis pasiones ocultas y a mis obsesiones develadas.
Pasaron seis años para dedicarme de tiempo completo a plasmar en una hoja en blanco, frente al computador, otra historia, tan apasionada como la anterior. La primera fue una obra experimental, pero con los años, después de entender con rigor las reglas básicas de los lingüistas, filólogos y utilizar la auto crítica; decidí embarcarme en un viaje interminable en medio de ciclopes, molinos de viento o vivencias carcomidas por la herrumbre.
Un viaje al interior de la vida secular de un escritor parroquiano inicialmente sin nombre en el primer capítulo de la novela, pero que se va visibilizando después en los siguientes capítulos, bajo una historia yuxtapuesta o un palimpsesto, que se va deshilvanando con el nacimiento del personaje llamado Gustavo Altamira Garmendia, luego aparece las circunstancias que originaron el encuentro de miradas de sus progenitores, las adversidades de su casamiento no consentido, el origen genealógico familiar de cada uno de ellos: Evergildo Altamira Restrepo y de Maruja Garmendia Cruz.
Posteriormente, el crecimiento y desarrollo físico y mental del joven escribano, cuyo transitar permanente por el mundo del estudio y la literatura, desde la influencia del tío Marcial Garmendia, dueño de la “Librería Minerva” y de su madre y abuela; se fue formando un personaje de novela altivo, caprichoso, contestatario y engreído, visto bajo la perspectiva de su vida pública.
Personaje que se fue moldeando en un mundo privado impregnado de conflictos, contradicciones, pasiones distópicas, donde su febril imaginación lo conduce a realizar conductas histriónicas, posturas iconoclastas, rebeldías inapropiadas y contradictorias; atormentado quizá por su alma misógina.
Toda novela es un descenso al inframundo, pero también un viaje de regreso al lugar donde se fraguo la ilusión y la pasión de ser escritor. Es la imposibilidad de olvidar al primer escritor, columnista, catedrático y novelista que tenía San Bartolomé de Tuluá, por los años 70 que destellaba literariamente en el concierto nacional, por aquella época en que yo estudiaba el bachillerato en el colegio Gimnasio del Pacífico; donde el escribano iba dejando tras de si una huella indeleble y una estela de acontecimientos notables, que concitaba a que la sociedad lo aplaudiera y lo condenara por sus posturas obscenas, la procacidad de su lenguaje urticante plasmado en sus obras literarias.
Era obvio que no podía ser ajeno al discurrir de la vida de Gustavo Altamira Garmendia, porque sin proponérmelo, dada mi vocación de escritor y periodista desde muy joven-, cuando tuve el atrevimiento de fundar el periódico El Estudiante a la edad de quince años; donde siempre consideré que el escribano era un personaje de novela. Así fue.
Pasaron los años, y cuando leí en una columna del diario ADN, en el que escribía que ya olía a gladiolo, y que manifestaba que cada día estaba más cercano a la muerte; pensé que era hora de empezar a hilvanar como un orfebre la historia oculta, palabra por palabra, la vida tortuosa y fulgurante del escribano; para lo cual necesitaba auscultar el pasado acudiendo a releer sus obras, ensayos, libros, grabaciones radiales y televisivas, textos de entrevistas, recorrer lugares donde vivió y entrevistar personas cercanas al escribano.
A su vez, necesitaba tiempo para dedicarme de lleno a escribir El antifaz del escribano, unido a una disciplina y perseverancia para no interrumpir este proyecto literario. Solo requería un plazo, una oportunidad para dar rienda suelta a la imaginación, y llegó la cuarentena y el encierro obligatorio como un bálsamo divino, a raíz de la pandemia del covid-19.
Desde ese día aciago durante cuatro meses y siete días - 23 de marzo hasta el 30 de julio del 2020 -, empecé a escribir sin interrupción alguna como un poseso, con un frenesí al estilo del Márquez de Sade, recluido en el manicomio de Charenton, a diario de lunes a domingo. Hasta que por fin llegó la fecha señalada para terminarla, y pude así escribir más de 700 páginas; después vino la labor más farragosa, fatigosa e irritante, corregir el manuscrito. Deseaba que el texto estuviera depurado para editarlo y publicarlo.
No faltó el gracejo hiriente y la crítica mordaz del único corrector de estilo que vive del oficio en Tuluá: Daniel Potes Vargas; quien con ojo visor y protagonista de la historia corrigió el texto a su capricho, pero se obnubilaba ante tantas vicisitudes afrontadas por el escribano e ignoradas por él y que tuvieron la perfidia de vivirla juntos. Una vez terminada su labor de relojero literario, tuve que empezar a revisar de nuevo y marcar otra vez algunos gazapos existentes.
De manera que, ante el rigor de las observaciones formuladas por el censor e inquisidor de turno, tuve que acudir a dos correctores más, hasta que después de un año y ocho meses, la novela se imprimió y salió al público lector el día 23 de abril del 2022, para la Feria Internacional del Libro de Bogotá. Fecha de efemérides del día del idioma español, y fallecimiento de Miguel de Cervantes Saavedra, William Shakespeare y el Inca Garcilaso de la Vega.
Resulta por tanto muy curioso observar y comparar las dos fechas de publicación tanto de la primera novela “Agonía de un adolescente” como de la segunda, y que El antifaz del escribano fuese a su vez escrita en el edificio donde vivo “Torre la Vega”.
Debo hacer una confesión de parte, jamás pretendo con la publicación de esta novela hacer una diatriba difamatoria contra el escritor Gustavo Altamira Garmendia, porque a veces al contextualizar la historia en la realidad el lector pretenderá potencializar su inteligencia hasta iluminarse y quiera quizá hacer una relación directa entre la realidad y la ficción, en donde solo existe un palimpsesto de subterfugios propios de los letrados en la confección de una obra literaria.
Algunos más suspicaces y concupiscentes dirán que efectivamente es una biografía no autorizada, pero muy seguramente muchos guardan un secreto repugnante, que impulsará a investigar cuál es el origen de sus raíces oscuras, porque “recuerden que las novelas mienten -no pueden hacer otra cosa -pero esa es solo una parte de la historia. La otra es que, mintiendo, expresan una curiosa verdad, que solo puede expresarse disimulada y encubierta, disfrazada de lo que no es”, como lo expresara Mario Vargas Llosa, en el ensayo “La verdad de las mentiras”.
Además, recuerden que una biografía es una tarea más rigurosa en la precisión de hechos y fechas, para enmarcar la vida de una persona, porque cualquier equivocación deja sin valor de credibilidad al autor de la obra.
Asimismo, recuerden que esta novela El antifaz del escribano está elaborada con la misma dosis de sarcasmo e ironía panfletaria que Gustavo Altamira Garmendia siempre ha utilizado en sus obras literarias. Utilizando para esta novela El antifaz del escribano un estilo literario más profundo que epidérmico. Por esa razón, se aplica como anillo al dedo el refrán popular que dice: “con la misma vara que mides serás medido”.