Con los pies abiertos Alicia Carupia Domicó llegó el lunes a la vereda Villa Rosa. Durante dos días caminó junto con dos de sus hijos y varios de sus nietos desde Moratá hasta ese sitio que alguna vez fue suyo. La primera vez que llegó esta Embera Katío fue hace 25 años, cuando por estos lados de Turbo los Paramilitares aún no se habían asentado. A machetazos quitaron la maleza y transformaron en tierra cultivable lo que antes solo era monte. A punta de trabajo se hicieron acreedores de 150 hectáreas. Pero la felicidad es efímera, sobre todo para el campesino o el indígena colombiano.
En 1996 los terratenientes de la región empezaron a presionar Alicia y a Alirio, su esposo, para que les vendiera a bajo costo lo que ellos habían conseguido en agobiantes jornadas de trabajo. Con dignidad la pareja de indígenas se resistió. Sin embargo los compradores eran insistentes y tenían técnicas para persuadir. Una tarde cualquiera un grupo de hombres armados llegaron hasta el rancho de los Carupia, encañonaron a sus hijos y entre dos hombres empezaron a estrangular a Alirio. Cuando lo veían morado los muchachos lo soltaban y le explicaban, entre hijueputazos y patadas, que tenían que vender al precio que ellos querían o regar con su sangre la tierra cultivada. A pesar del ahogo y el dolor, Alirio, incapaz de decir una palabra, sacudía su cabeza negándose ante la oferta. Entonces los que estaban de camuflado proseguían su macabra rutina, agregándole, ahora, espaciados puños en los genitales. Después de media hora de tortura y ante las súplicas de Alicia y sus hijos, lo hombres dejaron votado en el suelo a Alirio, sangrante y ahogado. Tomaron lo poco que pudieron y con tristeza, dejaron el corregimiento Nuevo Oriente para irse a mal vivir a Motatá. Casi dos décadas después han vuelto a la tierra que alguna vez fue de ellos.
Junto a los Carupiá hay más de 100 campesinos que han regresado esperando recuperar lo que perdieron. La ley ahora los ampara “Pero lo que perdimos en dos horas nos está costando cinco años recuperarlo” dice Manuel Vicente Oviedo mientras observa, al otro lado del camino, a un grupo de muchachos que se pasean blandiendo machetes y haciendo constantemente llamadas desde un celular. Están desde hace dos noches en la entrada de la hacienda Monte Verde, propiedad de Fabio Moreno, cuidando que el grupo de campesinos no entre al lugar. Hasta enero pasado Oviedo tenía una parcela en predios vecinos a la hacienda. Él decía que el terreno costaba 120 millones pero al final terminó vendiendo por la mitad. “Siempre me ofrecieron plata pero yo les decía que no. Yo igual no sé manejar el billete, yo lo único que sé es cultivar”. Al final no le quedó de otra sino aceptar la oferta e irse de allí. La misma policía le aconsejó hacerlo ya que ellos no podían garantizarle su seguridad.
Es miércoles al mediodía y aunque el cielo está encapotado, el vapor de la carretera destapada se esparce en el ambiente. Manuel Vicente destapa una botella de agua y de un solo sorbo la desocupa hasta la mitad. Dice que aunque la comida escasea y el cansancio de dormir en el piso agota, ellos están dispuestos a permanecer allí hasta que se haga justicia. Después de la alocución del Presidente en donde no incluyó a Antioquia entre los departamentos en los que se priorizará el cumplimiento de la ley, los campesinos reunidos en el lugar se sienten desamparados.
Aunque la ley de restitución de tierras los protege, saben que es un proceso muy largo. Del millón ciento sesenta mil hectáreas que tiene Urabá, alrededor de 150 mil han sido usurpadas a sus verdaderos dueños. En los 4 años que ha estado en vigencia la ley apenas han sido restituidas mil. A ese paso se terminará de hacer el proceso de restitución en 500 años.
Manuel Vicente Oviedo, Alicia y sus hijos y otros noventa campesinos más, han tomado sus pancartas que dicen Tierra y paz y se disponen a marchar por la breve trocha que separa la carretera de Las caucheras hasta la hacienda Monteverde.
Mientras la marcha avanza los muchachos apostados en la entrada empiezan a retroceder, algunos incluso llegan corriendo hasta la hacienda. Las arengas de los campesinos, se confunden con un vallenato que llegas desde adentro. Apostados a la entrada de la casa, la marcha se encuentra con dos hombres que les apuntan con fusiles de pin-ball. Otros labriegos de la finca tienen en sus manos dos cilindros plateados de gases lacrimógenos. La policía que ha hecho un cordón entre los campesinos y los cuidadores, habla con el capataz y de un momento a otro los gases lacrimógenos y una pistola casera, desaparecen de la escena. Ante los ojos vigilantes de los medios, es mejor mantener las buenas maneras.
Adentro de la propiedad, apostada en la cerca, está María Tereza Moreno, la hija del dueño de la finca. En los días previos a la marcha se le había visto a ella vestida con una chaqueta camuflada, dando órdenes a los 15 muchachos que ha contratado de municipios vecinos en las últimas semanas para que la defiendan de los manifestantes. Ahora tiene una camiseta rosada marca North face, un pantalón caqui con múltiples bolsillos y una gorra gris donde oculta su frondosa y rubia cabellera. Se queja ante los periodistas que la entrevistan de que hace dos noches los campesinos intentaron forzar la puerta y a sus muchachos no les quedó de otra que dispararles con esas armas de juguete. Dice que ya su caso reposa en la Procuraduría en donde espera que de una vez por todas le solucionen su problema. María Tereza, de nariz respingada y 45 años aproximadamente, tiene miedo de lo que le pueda pasar a ella y a sus seres queridos. Por eso, no le ha quedado de otra que reclutar trabajadores en Chigorodó, Necoclí o Arboletes, así muchos de ellos no sean mayores de edad. “Ahora por ejemplo yo estoy perdiendo plata con este problema, mis 25 trabajadores deberían estar atendiendo las labores de la finca, pero no, me toca molestarlos para que me sirvan de guardaespaldas”. Ella jura que su padre compró las más de diez mil hectáreas que conforman Monteverde de una manera honesta, sin aprovecharse de los campesinos que se iban de la zona huyéndole a la violencia.
El ambiente se enrarece, los reclamantes están decididos a entrar, la policía los contiene. Los trabajadores de los Moreno tienen sus armas de juguete, cada una de ellas escupe una pelota de caucho que, sin la protección adecuada, puede generar heridas de gravedad. Otros llevan frascos con gas pimienta e incluso dos de los muchachos juegan a la esgrima con sus machetes. “Ellos se hacen los pobrecitos y los medios les creen”- le dice a un periodista la señora Moreno mientras mira con intensidad a dos de los manifestantes. “Ahí, por ejemplo, están Laureano Gómez que tiene dos fincas y ese Demetrio Mestre que tienen plata y se quieren aprovechar de la ley”.
Laureano Gómez es un campesino de sesenta años de hablar atropellado y ánimo festivo. Durante 16 años trabajó con los Moreno en labores del campo. Un día perdió la finca que tenía y ahora ha sido tragada por Monteverde. Demetrio Mestre, sus ocho hermanos y su madre se fueron a finales del 96. Se rehusaban a venderles la tierra a los que querían comprárselas por mucho menos de lo que valía. Dora Isabel Gonzales, la mamá de los Mestre, había tomado una decisión irrevocable: irse del lugar hasta que las cosas se calmaran pero nunca vender. Hasta Montería los alcanzaron las balas paramilitares. A los dos días de estar en esa ciudad un sicario mató a Dora Isabel e hirió de gravedad a uno de los hermanos.
Lo único que tienen Demetrio y Laureano son las ganas de que les devuelvan la tierra.
La manifestación se dispersa y los campesinos vuelven a la orilla de la carretera. Al poco tiempo los muchachos de los Moreno se acomodan en la trocha que lleva a Monteverde. Con los medios los demandantes se desahogan con los medios. Quieren hablar con Juan Manuel Santos y están decididos a quedarse allí hasta que el presidente los escuche.
Anochece y empieza la batalla con los zancudos y el sueño; ellos, que alguna vez fueron los dueños del paraíso, ahora no encuentran un lugar cómodo para dormir. En la entrada de la hacienda se ven, como luciérnagas, los cigarros encendidos. El silencio es tenso, casi intimidante. La sombra de las armas de juguetes se delinea entre el follaje. Los campesinos lo ven y no le temen. En realidad ya no le temen a nada, tienen la valentía y el arrojo de los que lo han perdido todo.