A eso de las nueve hay que estar en Orly, mas chiquito que el De Gaulle y la gente dice que mejor. Yo, con alma de nuevo rico, me quedo con los aeropuertos grandes. Me gusta el De Gaulle y me enloquece la T4 de Madrid. ¿Qué le voy a hacer? Vuelvo, con mi amigo el escritor, y esta vez quien piensa en voz alta no es él, sino yo. Es que ya no le soporto. Se queja en su triste inglés porque le quitaron el cinturón, las medias y los zapatos. Y se seguía quejando porque al pitar el aparatico, también le quitaron la camisa y el pantalón. No es raquítico, pero está flaco mi amigo y el frío de París no es para que haga esos aspavientos de abrazarse simulando estar muerto del frío. Y la cosa seguía bip bip bip. Le hicieron abrir la boca y le practicaron tactos rectales. ¡Que es por nuestra seguridad, por tu seguridad!, le decía yo mientras el tipo era sostenido por dos gigantes en una camilla. Y mi amigo, que yo pensaba educado, a gritar en español de España cosas intraducibles, mientras yo le imploraba que era por la seguridad del mundo, que se dejara hacer. Al final, todo fue cosa de una corona en una muela, que por lo visto era de estaño y como que el estaño activa las alarmas. Eso no es todo: en mitad de vuelo se levantan tres tipos a la vez, uno con cara de líder, chiquitos y robustos, malencarados, de esos con barba de tres días y que no se bañan hace al menos dos generaciones, los típicos de las películas gringas, para mi que talibanes, y como decimos en mi Bogotá querida, se me pusieron de corbata. Me excusan ustedes lectores su educación, pero me se pusieron de corbata, como dicen en el pueblo. Y yo pensé quiénes son dios mío Bendición Alvarado dónde quedan cerquita unas torres gemelas. Me despertó mi amigo el escritor, que ya llegamos, tío, mientras se levanta de su sitio, me pregunta si soy un chalao cuando le recuerdo lo de la requisa, más se ríe cuando le relato lo de su muela y no aguanta su risa cuando le hablo de los talibanes. Ya en el metro, en la línea ocho que conecta el avión con mi cama, sabiendo como debe saberse que no se puede fumar, alguien me golpea la espalda pidiendo fuego, juego, me dijo. Doy la vuelta y ahí estaba el talibán con sus amigos y del susto me despierto de la siesta. A abordar, me dice mi amigo, y veo que estamos aún en París, y cuando entro en la cabina el piloto resulta siendo otra vez el talibán y su barba de tres días, el copiloto y el teleoperador ya imaginarán los lectores quiénes son, y todo esto no son más que apuntes de un relato que habré de escribir. Aunque pensándolo bien, lo que acabo de hacer es un relato, lo que ocurre es que todas mis ideas las plasmo en una libretita de anillas, y las cosas a veces no son tan fáciles de explicar. Al aterrizar, un demente aplaude al piloto, con seguridad que es colombiano. Cosas del jet lag de un vuelo de una hora.