Adoramos al Führer y le perdonamos errores mínimos como matar a cinco millones de judíos o destruir Alemania sosteniendo hasta el final una guerra imposible. Soñamos con tener un mandatario como él que aniquile la oposición, que tenga la voz tan fuerte que no se escuche ninguna otra y que limite los derechos de los pocos librepensantes que queden. Nada mejor para sacar la bestia que tenemos dentro que invocar demonios como el nacionalismo y la propiedad privada.
Durante ocho años tuvimos a Uribe pero lo traicionamos. La guerra fue el mantra con el que sostuvo índices de popularidad nunca antes vistos. Los colombianos salimos a la calle a celebrar la muerte. Estábamos tan ocupados aplaudiendo bombardeos, alentando a la señora cadavérica que deambulaba por el campo blandiendo su guadaña, que nos olvidamos de nimiedades como la justicia social. Ese arraigo nazi que nos han inculcado nuestras clases superiores fue lo que hizo que esa identificación con las ideas uribistas fuera tan efectiva. Colombia fue el único país que la noche del 9 de noviembre de 1938 alentó el vandalismo contra la comunidad judía en Bogotá haciendo una Noche de los cristales rotos. Laureano Gómez, nuestro prócer, se sentía muy cercano a las ideas de Hitler y no era para menos, los pobres siempre estarían abajo y todo aquel que demostrara una cierta determinación, un mínimo concepto de equidad, sería aplastado como un gusano por una bota militar.
La profunda ignorancia en la que nos hallamos sumergidos desde hace siglos nos ha hecho pensar que Hitler al fin y al cabo fue un tipo bueno. El Tratado de Versalles había devastado económicamente a Alemania quitándole Alsacia y Lorena y limitando su ejército a 100 000 efectivos. La prosperidad cocainómana que se vivió en los gozosos años veinte fue un espejismo que se diluyó con el crac del 29. En épocas de crisis nada como los mesías. En los primeros años del Tercer Reich el desempleo fue prácticamente erradicado y las promesas de convertir a Alemania en la semilla de un nuevo mundo desempolvaron el viejo orgullo germánico. La rápida ocupación de Francia, y estar a cuarenta kilómetros de Moscú, le hicieron creer al pueblo en 1941 que la victoria total sería posible. Pero el castillo de naipes terminaría por caer y cuatro años después el Führer, acorralado y traicionado en el hacinamiento de su búnker, mordió una cápsula de cianuro y después se pegó un tiro en la sien.
Qué ingenuos fuimos hace setenta años al creer que con la debacle sufrida en la Segunda Guerra Mundial el nazismo estaba enterrado para siempre. El odio, el mal y la doble moral se anida en cada corazón nuestro. Nazismo es apoyar, como lo acaba de hacer Uribe, las fumigaciones con glifosato que no solo acaban con el medio ambiente sino que tiene altos componentes cancerígenos. Odio es celebrar la muerte de once soldados solo porque le viene mal al proceso de paz. Maldad es mandar a muchachos a dar su vida por una guerra eterna que nadie entiende. Ignorancia es participar en quema de libros como lo hizo el procurador, un ferviente seguidor de las ideas de Hitler, en sus años de estudiante.
Era un asesino pero en el fondo era bueno, dice cualquier persona que ahora camine por la calle. Para qué negarlo, nos gustan los dictadores y entre más sanguinarios y duros mucho mejor. Es por eso que le perdonamos los muertos a Pinochet, Videla, Laureano, Stalin y Hitler. Es por eso que el discurso uribista nos cautiva tanto. Los medios sentenciaron hace tiempo que lo más importante es andar por una carretera tranquilos, así ganemos el mínimo y no tengamos ni carro ni finca.