Rolling Stone y Vanity Fair le dedican sus portadas.Time lo elige personaje del año. The New Yorker le regala una carátula en una actitud más bien infantil, pero curiosamente angelical. Esquire lo elige el hombre mejor vestido del 2013. Advocate se deshace en elogios y lo declara “una de las personas más influyentes en las vidas de las personas LGBT”
¿Acaso un nuevo artista pop ha sacudido la arena política?, ¿un elegante icono gay ha surgido para abrir otro camino de revolución sexual?
No. Curiosamente el hombre que ostenta semejante éxito mediático en América, es el líder mundial de una religión más bien conservadora y en declive.
El dulce y carismático Francisco le ha devuelto al catolicismo una presencia mediática más amable, que casi nos ha hecho olvidar esa grosera novela plagada de crímenes sexuales y mafias oscuras que durante años predominó en la agenda de los medios.
Las cámaras adoran a Francisco. Un día se le ve como un hombre ordinario jugando a probarse camisetas de fútbol. Y al siguiente se le ve como un ser casi divino, que carga un corderito en los hombros y nos obliga a repasar toda la iconografía cristiana que imaginó a Jesús como el cordero de Dios.
Los medios aman a Francisco y le persiguen con sus propios paparazzis, como a Justin Bieber y Lady Gaga. Quieren atrapar para la eternidad sus gestos más minúsculos. Adoran que un líder espiritual sufra las vulgaridades de la vida cotidiana: que pague la cuenta del hotel, que tome el teléfono para hablar con alguien. Gestos que en cualquier persona son apenas ordinarios, alcanzan en Francisco la dignidad moral más alta y hasta columnas de opinión.
Ha pasado poco tiempo para evaluar si Francisco será un papa revolucionario. Sin embargo, para un pueblo ávido de líderes que le indiquen con alguna claridad cómo ha de comportarse, la retórica del argentino resulta consoladora.
Sin embargo, dados los retos históricos con los que hoy se enfrenta el catolicismo, preocupa que a Francisco se le haya entronizado como un papa bueno sin que él haya hecho absolutamente nada distinto a lo que le demanda su trabajo y sin que haya siquiera expresado una voluntad firme de transformación institucional de la Iglesia.
Francisco parece un buen hombre. Tal vez incluso demasiado acorde con nuestras expectativas sobre la bondad. Pero Juan Pablo II también parecía un santo. Su dulce sonrisa coronó todo tipo de revistas y pantallas, mientras aupaba el crecimiento de la Legión corrupta del pedófilo Marcial Maciel y ahogaba el incómodo “marxismo” de los teólogos de la Liberación.
Este año, precisamente, será Francisco quien eleve a la santidad a Juan Pablo II, en un acto que promete ser uno de los espectáculos del siglo. Es precisamente la fábrica de santos inaugurada por el papa polaco, la que muestra con mayor perfección la curiosa estrategia publicitaria con la que el catolicismo ha pretendido enfrentar un decadencia evidente: convierte en santo al hombre ordinario y sus vecinos querrán ser como él, transforma sus pecados en un camino hacia la redención y nos será más fácil olvidar el daño que esas “debilidades” pudieron causar.
Falta mucho para saber si, más allá de sus gestos retóricos, Francisco realmente será capaz de darle un vuelco revolucionario a la Iglesia católica. Lo cierto es que, para ello, necesitará algo más que frases bellas y emotivas, pero carentes de acción política. ¿Convocará a un nuevo concilio ecuménico o hará valer, al menos, el Vaticano II? ¿Saneará las finanzas del Estado? ¿Entregará a la justicia mundana a todos los sacerdotes corruptos y pedófilos, o solo les pedirá que separen de la luz del escándalo y se retiren a “una vida discreta de oración y penitencia"para que Dios los perdone?
Aunque esto es pedirle demasiado a Francisco. Toda esta parafernalia mediática que recae sobre él, solo expresa la ingenua esperanza en que una institución milenaria cambie de un día para otro. Pero al fin y al cabo, la Iglesia católica es precisamente una Iglesia y no una ONG. Francisco no tiene por qué hacer feliz a ningún crítico liberal, de izquierda, progre o comunista, sino que debe servir de faro ético para los millones de creyentes que confían en su ministerio, y es más fácil hacer este trabajo cuando se tiene carisma y unos medios que te aman.
Sin embargo, la historia del pop está más llena de fracasos que de finales felices. Francisco podrá ser muy exitoso ahora, pero tendrá que demostrar que es capaz de cabalgar por encima de tantas expectativas e, incluso, subvertirlas. Tal vez después de eso sí podremos decir que fue un papa revolucionario.
No obstante, no hay que olvidar que ya tuvimos un sumo pontífice realmente subversivo en la historia reciente: Benedicto XVI. El único papa capaz de renunciarle a Dios.