“Este niño no aprende”, dijo mi mamá, con un tono de derrota y desaliento, mientras veía cómo mi hermano salía del apartamento sin usar tapabocas. Para él la simple idea de que un virus tan peligroso (como lo ha sido el COVID-19) esté en el edificio donde vivimos debe ser ridícula. Y puede que tenga razón. Pero para mí mamá, una mujer de 45 años que sufre de asma desde niña y que para su pesar ha sido de las personas que han continuado con sus jornadas laborales presenciales, el coronavirus es tan peligroso como si de un asesino se tratase.
El mes de marzo empezó como cualquier mes. Las noticias del virus aun eran internacionales y el hecho de que Colombia no estuviera en los titulares debido a este era un alivio para muchos, aunque sabíamos que era cuestión de tiempo para que nos sumáramos a la crisis sanitaria que se estaba viviendo.
En la universidad hablar del infame coronavirus era mencionar la venidera crisis económica y de una que otra broma o meme que rondaba en las redes sociales. Reíamos al pensar que el mundo quería acabar con la humanidad. Para el final de la semana ya nadie se reía.
Con la llegada de un boletín el viernes –y que desde entonces no han parado de llegar─ nos enteramos de la llegada del virus al país. “Ahora sí fue verdad… nos llevó él que nos trajo”, pensé al enterarme.
He estado siguiendo la evolución de la enfermedad desde sus inicios en China y la incertidumbre de cómo íbamos a vivir esta experiencia era la mayor preocupación. Ver esas grandes potencias deterioradas y en estado de crisis no era muy alentador al pensar en la posible reacción y gestión de los dirigentes colombianos y la actitud que la sociedad iba a tener al afrontar la situación.
El constante estado de alarma y la tensión de saber que el virus estaba en acecho eran consumidores, desde principios de año, el mundo vio como lentamente una ola crecía y lo único que podíamos hacer era esperar el impacto.
No entendí la magnitud de las cosas hasta que, después de dos semanas de estar en mi casa, fui al Éxito a comprar alimentos para mi familia y lo que encontré fue una Montería totalmente distinta.
Calles desoladas. Locales cerrados. Un silencio aterrador. Hoy todas las mesas están recogidas, los pasillos están vacíos, los niños no pueden salir. Hay algunas personas, pero estos solo se aseguran de comprar lo que necesitan para luego marcharse tan rápido como llegaron. Aunque sus rostros están parcialmente cubiertos por un tapabocas, puedes sentir la incertidumbre y ver el miedo. Debo admitir que encuentro regocijo en saber que estos sentimientos no solo viven en mí.
Dos semanas después, sigo tratando de vivir encerrada en las mismas cuatro paredes, viviendo las mismas veinticuatro horas todos los días, tratando de encontrar una manera de que el circulo vicioso en el que estamos no se apodere de nuestra vida.
Buscar actividades que llenen el vacío es desafiante. Trato de mantener mi mente en orden, pero es difícil cuando, aunque mi cuerpo esté en casa, esta está afuera, con los amigos que no puedo ver, los familiares que no puedo visitar y en la universidad a la que no puedo ir. Como si estuviese tratando de vivir mi vida por mí, mientras se esconde de la ansiedad que intenta apoderarse de mí, que me dice que este virus que nos aprisiona en un círculo vicioso encerrado en cuatro paredes solo está empezando.
Intentar escribir sobre el confinamiento ha sido tan desafiante como el confinamiento mismo. Puedo escribir, ¿pero sobre qué?, ¿qué estoy haciendo durante la cuarentena? no lo sé, he hecho tortas, he hecho ejercicio, he cocinado, he hecho los quehaceres de la casa ─que consisten en una interminable lavadera de platos─, he hablado con personas, he intentado seguir mis estudios, he reído, he llorado, he compartido con mi familia. Pero nada de lo anterior se siente real.
Hay días en los que pienso que todo está bien, que he aprendido a adaptarme, pero el latente dolor en la mandíbula hace que me percate de que he estado apretándola por demasiado tiempo, el ardor en mis labios me dice que los he estado mordiendo hasta sangrar. Es aquí cuando entiendo que no estoy adaptándome y que no estoy viviendo, solo estoy reaccionando a lo que está fuera de mi control.
Llorar de alivio cuando empezó la Semana Santa me hizo caer en cuenta de lo exhausta que estaba, de lo mucho que me estaba dejando consumir por la universidad, ¿pero a quién culpamos? La universidad solo intenta cumplir con el semestre y yo solo intento cumplirle a la universidad. Aunque algunas veces sea inevitable pensar que la universidad no me está cumpliendo a mí.
Estar todo el día en casa nos ha borrado la línea invisible entre la vida estudiantil y la vida privada, me despierto para estudiar y me voy a dormir para poder seguir estudiando el día siguiente, lo cual, en teoría, ha sido parte de mi vida desde que tengo uso de razón, pero creo que las circunstancias en las que nos encontramos me permiten sentir que no puedo exigirle a mi salud como siempre lo he hecho.
Este encierro ha sido tan amargo como necesario, andábamos a un ritmo tan acelerado que no nos deteníamos a apreciar lo que teníamos. El contacto humano, que no hace mucho dábamos por sentado, ahora lo añoramos. Además, se necesitó una pandemia para que nos diéramos cuenta del daño que le hacíamos a la naturaleza. Y una vez más, esta nos demuestra lo hermosa que es con los escenarios limpios y libres que están volviendo a raíz del encierro
Estamos lejos de un mundo donde este brote este controlado, y mientras nuestra normalidad se reinventa, puedo seguir haciendo tortas, puedo seguir haciendo ejercicio o puedo hacer absolutamente nada, la verdad es que nada se siente real, los días son iguales, y yo sigo encerrada en mis cuatro paredes.
* Estudiante de Comunicación Social de la Universidad del Sinú Elías Bechara Zainúm. Editor: Ramiro Guzmán Arteaga