Hay libros en los que encontramos consolación, como una medicina que nos ayuda a lidiar con una enfermedad que no se cura. Las palabras nos dicen qué hacer con esos objetos y esas calles que nos recuerdan el peso de una pérdida; el fragmento de una novela nos habla del tiempo y su relación con la ausencia.
Kemal, el protagonista de El museo de la inocencia, colecciona todo tipo de objetos que tocó Füsum o que se relacionan con ella. Los guarda en el pequeño apartamento en el que hacían el amor: “Descubrí que para librarme de aquellas nuevas oleadas de dolor me venía bien coger algún objeto cargado del ambiente de nuestros recuerdos comunes y paladearlo. (…) Todo lo recordaba al tomar en la mano cada uno de aquellos objetos, y así me consolaba”, escribe Orhan Pamuk en su novela.
¿Qué hacer con esos objetos que tienen en sus formas incrustadas los signos de la ausencia? En la novela Kemal hace un museo; años después, el autor lo construyó como un tributo al amor, al duelo y a la literatura. En sus 83 vitrinas, una por cada capítulo, hay fotos, juguetes, zapatos, colillas de cigarrillos y todo tipo de objetos que nos hablan desde la cotidianidad y nos invitan a preguntarnos por aquello que pondríamos en nuestro propio museo.
El dolor que produce la pérdida nos puede hacer pensar en cambiar de ciudad, porque todas las calles parecen llenarse con la ausencia de una persona. Es un vacío que se agranda en el pecho con cada paso. Francisco Goldman escribió Di su nombre, un bello libro en el que reconstruye la vida de Aura Estrada y su relación con ella. El autor camina por Nueva York y evoca a Aura en cada lugar de la ciudad. Ella está en las panaderías en donde compraba sus croissants, en el asfalto mojado sobre el que se resbalaba cuando llovía, entre las ramas de los árboles, en los cafés a donde iban a leer y en las estaciones de metro que separaban su apartamento de la universidad. Toda la ciudad era un extenso monólogo de su tristeza.
Las ciudades pueden volverse insoportables, no importa cuántas rutas tracemos para evitar el pasado, porque al final hay una calle por la que resulta inevitable pasar. Entonces aprendemos a convivir con la ciudad y sus recuerdos. Incluso, en ocasiones, una mueca en forma de sonrisa se nos escapa después de un suspiro.
Pero quizá la pregunta más difícil cuando pensamos en la pérdida es ¿qué hacer con el tiempo? Ignacio, uno de los protagonistas de la novela de Carlos Hernández Operación Benjamin, mira obsesivamente su reloj. No solía usar relojes y tenía miedo de perder el que Alina Cor le había regalado. Lo mira para darse cuenta de que está ahí. Ignacio camina por Bogotá, no sabe en qué momento aceptó ser parte del robo a la librería. Creía que era una forma de no pensar en ella y de ocupar su cabeza en otras cosas. Mientras camina mueve la mano, ya no para sentir el peso del reloj y del tiempo en el cuerpo, sino para recordar la frase que le había dicho Alina cuando se lo regaló: “No nos pierdas”.
Hay múltiples formas de enfrentar el duelo: algunos construyen un museo, otros escriben un libro y hay quienes se vuelven delincuentes para distraer al tiempo. Por ejemplo, los amigos de Ignacio le dicen que deje de mirar el reloj, que se tranquilice y no mueva tanto la pierna cuando están sentados. Le dicen que con el tiempo todo pasa y se olvidará de ella, pero él sabe que la fórmula “a mayor tiempo, menor dolor” es falsa. Trata pausar la pierna y opina cualquier cosa sobre el robo. Finge que no piensa en ella.
La literatura se convierte en refugio, un espacio en el que encontramos preguntas que no sabemos hacer. A veces un verso basta, lo sentimos en la piel y lo repetimos en silencio mientras caminamos, como si se tratara de una oración que nos salva de la tristeza. Entonces la ciudad vuelve a ser nuestra, pensamos en un museo construido con fragmentos de libros, palabras ajenas con las que damos forma a la vida y sentido a nuestros recuerdos. Solo nos queda pensar en el tiempo, en la posibilidad de recuperar los días y de saber que las agujas del reloj no marcan solo el paso de la ausencia, sino que, como en el poema de Darío Jaramillo, el recuerdo es también agua fresca en movimiento.