Pamir Barros Borja era un hombre decente

Pamir Barros Borja era un hombre decente

Por: Eva Durán
octubre 02, 2013
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En su último gesto de vida, en el momento exacto en que, tirado en la calle, sentía como le pasaban por encima las quince llantas de una tractomula, destrozando sus entrañas, aplastándole, matándole, Pamir Barros Borja alcanzó, con su último aliento, a estirar el brazo derecho y agarrar fuertemente la mano a su amiga Luvis Londoño, se la apretó y la miró fijamente a los ojos, luego los suyos se le pusieron en blanco y le soltó. De esta forma terminó, en la mañana del 25 de enero de 2012, la vida del principal protagonista, de la tragedia vial más traumática de la historia de Barranquilla.

Fue hace 31 años, en la noche del 5 de septiembre de 1982. En ese entonces, Pamir era un joven fuerte y sano, robusto, bonachón, alegre y positivo, de tan solo 24 años, que esperaba muchas cosas buenas de la vida. Nació en Cartagena, pero residía en el barrio Santodomingo de Barranquilla. Tenía una familia, una mujer y un niño pequeño. Trabajaba como chofer del bus número 267, de la empresa Trasalfa, de la línea Silencio - Terminal.

Esa noche venía de un paseo con un equipo de Softbol. Habían bailado, comido y bebido en abundancia. En ese momento, ya había repartido al personal y se venía sólo para su casa. Transitaba a velocidad normal por el carril derecho de la avenida circunvalar, a la altura del barrio El Bosque, pero un bus de la ruta Malambo, le obligó a realizar un movimiento en zig zag, y al esquivarlo, le fallaron los frenos. El bus se lanzó de frente, como un demoniaco jinete del apocalipsis, contra la verbena Primos Club.

“Yo tenía 20 años, e iba a esa caseta sin falta cada 8 días – Dice Luis Alberto Herrera, un sobreviviente – estábamos bailando champeta africana, y tirando pase a la lata, hacíamos piques y competencias. No escuchamos nada, ni el estropicio del bus, rompiendo la cerca de la caseta y aplastando gente, ni los gritos de los que aullaban bajo las llantas, porque el Pickup El Rojo, estaba a su máximo volumen, cuando la gente se daba cuenta, ya tenía el aparato encima”. A la fiesta habían ingresado más de 350 personas, la boleta de entrada costaba 85 pesos. Los asistentes cuyas edades oscilaban entre los 14 y los 27 años, no sintieron cuando venía el bus, y de verlo venir, tampoco hubiesen podido escapar o correr, el lugar era una trampa mortal sin salidas de emergencia. Al bus lo detuvo el que unos bloques de cemento, atravesados en la mitad de la pista, lo frenaron. Aunque ya venía disminuyendo la velocidad, amortiguado por la cantidad de cuerpos, que venía aplastando. Pamir se entregó enseguida a la policía, y esa misma noche, la casa de su madre fue saqueada, destruida y quemada por una multitud, que clamaba venganza.

El accidente arrojó como saldo mortal, la suma de 20 muertos, 50 heridos y una condena de 15 años de prisión para Pamir. En la penitenciaria en la que cumplió su condena, tuvo muchos problemas: lo chuzaron, lo apuñalaron varias veces, lo curaron mal. Le quedó una cicatriz en forma de bola en el pecho, que casi le impedía cerrarse la camisa. Tenía también problemas para caminar, cojeaba, le brincaba un ojo, tenía incontinencia urinaria y fecal; su cuerpo estaba surcado, de terribles cicatrices, que eran visualmente insoportables. Según sus amigos, salió de la cárcel hecho una escoria humana, totalmente destruído, física y moralmente.

Según Belois Osorio – Alias Cuco -, su mejor amigo de los últimos años, Pamir sentía una gran culpa por el siniestro, y había que bañarlo y limpiarlo como a un niño pequeño y cuidarlo mucho. Él le regalaba ropa, lo cargaba y lo acostaba a dormir en una carretilla. No era agresivo, y que por esto la gente abusaba de él. Los “coletos” y  gamines le robaban el palo que utilizaba para apoyarse al caminar, y le tocaba a Cuco ir a pelear y recuperarlo. Incluso asegura, haberse liado a golpes, el día de su muerte, con un ex boxeador del sector, apodado Látigo Verde, que se burló del cadáver de Pamir al verlo aplastado, con las vísceras al aire, en la mitad de la calle.

“El era de nosotros (los habitantes de Barranquillita, la zona negra de la ciudad)” – asegura Cuco – “Yo lo ayudaba físicamente, pero él me ayudaba moralmente, era como un padre para mi. Él pensaba que podia ocurrir un milagro en su vida, que las cosas podían cambiar, y me decía que me iba a ayudar económicamente. Pero no tenia nada material, yo le regalé el suéter rojo de rayas negras, con el que murió. Y peleaba para que no me le dijeran “Carroloco”. Hacía favores a todos, era muy querido, la gente le regalaba monedas y comida. Se rebuscaba y a diario traía la liga, huesos, sierra ahumada. Y lo compartía con sus amigos. Tenía buena presencia, era un hombre decente”. También hace énfasis en la indiferencia de su familia: “Nadie lo venía a ver, ni a lavar, ni a cuidar. Pero cuando murió, si aparecieron hijos, cuñados y todos. Y hasta el hijo vino con un abogado, tratando de encontrar pruebas para denunciar la tractomula, pero ese chofer no tuvo culpa”.

En este punto coincide Leopoldo Escobar, quién conoció a Pamir, como compañero de trabajo de Trasalfa. “El hijo es evangélico -asegura - y nunca, vino a darle vueltas a su padre, ni se preocupó por él, sabiendo que vivía en la calle, no tuvo que ver, que tuviera ropa o medicinas. Pero si tuvo el hijo el descaro, de cobrar el seguro de vida y de accidentes de la tractomula. Pamir era un buen hombre, de buen corazón, pero tuvo una vida cruel, no quise verlo muerto. La cárcel fue infame con él, salió trastornado por el sufrimiento que tuvo allá”.

La última alegría de la vida de Pamir se llamó Bleidis Johana, una hermosa niña de 9 años, que cursa tercer grado de primaria en la Concentración Educativa Nuestra Señora del Rosario. Es nieta de su amiga Luvis Londoño, comerciante del sector. Ella era para él la nieta que nunca tuvo, si mendigaba era para ella, para darse el gusto de comprarle muñecas, “chocoritos”, y cada día, puntual y religiósamente, le conseguía una empanada, una manzana y una gaseosa. A ella le prometía que la ayudaría a estudiar y que le compraría todo lo necesario, para que viviese tranquila. Su abuela Luvis asegura, que una hermana de Pamir, venía de vez en cuando a su negoció, a preguntar por él. Y que le dejaba un poco de dinero (diez mil o veinte mil pesos) guardados con ella.

El día de su muerte, Pamir se despidió diciendo: “Valecito, ya vengo, me voy pa´las colmenas”. Al intentar cruzar la calle, un taxi zapatico lo tropezó, y él cayó entre las llantas del carrotanque, Luvis corrió a ayudarlo, y sostuvo su mano mientras era aplastado por las llantas. Yamile, otra comerciante del sector, que tenía 5 meses de embarazo, estaba allí, y de la impresión perdió a su bebé. Al despedirme, mi última pregunta es: “Cómo era Pamir Barros?” - a lo que Luvis contesta sin dudar: “Un hombre decente”.

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