Por trabajo me vi los 14 capítulos de Pálpito. El que estuviera en el número 1 de la plataforma en el país era prueba absoluta de lo mala que era. ¿Han notado que todo lo que está en ese Top 10 es pésimo? Con razón que Álvaro Uribe ha ganado cuatro de las últimas cinco elecciones presidenciales. Acá no sabemos escoger, no tenemos criterio. Lo increíble es que en este momento Netflix haya estrenado las temporadas finales de dos de sus series más brillantes, Better call Saul y Ozark, pero acá ni por enterados. Me imagino que esos planos tan largos y tan hermosos de la precuela de Breaking bad les parecerá muy aburridos a los que ven televisión sólo para evadirse de sus vidas mediocres, de sus hijos insoportables, del trabajo que odian y quieren de entrada ver acción así las situaciones sean tan inverosímiles como las que plantea esta idea del venezolano Leonardo Padrón que ya es Top 10 en 68 países. Con decirles que hasta el bobo del Iván Duque está enganchado.
Los 14 capítulos se me hicieron eternos, todo un ejercicio de paciencia para tener los insumos que necesito para escribir este artículo. Pero valió la pena porque pude ver cosas que ni a Ed Wood –considerado el peor director de cine de la historia- se le hubieran ocurrido. Ana Lucía Dominguez se va a casar y la espera en el altar Sebastian Martínez. Ella está tomando fotos de una maratón cualquiera en el Parque Simón Bolívar y está tan distraída que olvida su matrimonio, así que rápido se dispone a ir a la iglesia. En la casa, entre el regaño de su mamá, se desnuda para darle gusto a los voyeristas y se va en un jeep hasta el templo. Allí, mientras camina para unirse con Martínez, le dice a su mamá, angustiada “Mamá, ¿dónde está mi cámara?, No puedo casarme sin mi cámara, no puedo vivir sin ella” Si ella fuera una apasionada y comprometida fotógrafa, de esas que olvidan hasta su vida por hacer su oficio, estaría retratando desplazados en el Cauca o niños muriendo de hambre en la Guajira y no tomando fotos de una maratón cualquiera. La falta de investigación se evidencia de entrada. Es tan tonta esta fotógrafa que en una ciudad tan insegura como Bogotá sale con su cámara de 30 millones de pesos con un lente de cinco millones. No dura dos esquinas sin que aparezca un ladrón para apuñalearla.
Además está el tratamiento que se le da a un tema como el tráfico de órganos. En el mundo jamás se ha reportado un caso de secuestro y asesinato de alguien para robarle su corazón. Esto es improbable, una leyenda urbana. El 85% de los órganos que se trafican son los riñones y estos los venden las propias personas que se sacan los riñones y los venden por alguna necesidad. Sin embargo usted puede contar algo tan improbable como que los marcianos hicieron las pirámides de Egipto, pero si tiene un guion sólido toda mentira puede ser creíble. El problema es que Michel Brown es un actor tan inepto que lo vemos, al otro día del cruel asesinato de su esposa –en donde la matan sacándole el corazón- feliz haciendo pizza y chistes y un mes después yendo a un concierto de Vives y conociendo y enamorándose de Ana Lucía Dominguez que tiene en su pecho el corazón de su mujer.
Y las actuaciones, por favor. Sebastián Martínez parece lo que es, un ganador de Protagonistas de Novela que se sobreactúa respirando. Todos pronuncian sus frases divinamente para que el producto se pueda vender bien en el exterior. Las frases de amor, las reflexiones, son de una estupidez tan profunda que hacen ver los textos de superación personal de Walter Riso como sentencias de Emil Cioran.
Pero con eso basta para agarrar pueblo. Somos demasiado infelices, demasiado tontos para exigirle a una serie profundidad, verosimilitud, realidad. Lo que necesitamos es escapar, personajes unidimensionales y diálogos obvios que no nos exijan demasiado esfuerzo. Por eso ya está lista la segunda temporada y se estrenará pronto. Esa va a ser, a corto plazo, la estrategia de Netflix para evitar el colapso final. Hacer perros calientes y evitar los platos debidamente elaborados. La basura se vende bien o sino pregúntenle a J Balvin.