Días atrás ocurrió algo curioso mientras en la noche tomaba chocolate y comía pan con mi familia. El televisor despidió una voz rasgada, plena de alharaca, que me distrajo por un momento de la conversación en la mesa. Sin pensarlo, sin siquiera tomarme el tiempo de reflexionar, concluí que esa voz no podía ser más que la de un miembro del Centro Democrático. Se me escapó una sonrisa cuando miré a la pantalla y era Paola Holguín. Había acertado. ¿Cómo?
No solo fue el discurso arrabalero e incendiario, sino también que, dado que suelo escuchar a los uribistas, más que por aprender para reír y lamentar la suerte del país, he podido reconocer ciertas particularidades en el discurso de las damas de esta secta (a los hombres los dejo por ahora a un lado, aunque de estos se puede decir de paso que uno de sus grandes rasgos es pretender adoptar el sonsonete paisa de su único líder: el que mejor lo asimile será el próximo candidato a presidente, cuánto temo que sea el obediente y radical Macías).
Pensando en estas damas —son tan nobles y distinguidas— se me antoja dilucidar aquello que las hace tan similares. Su primer rasgo en común es que estarían dispuestas a lo que llamo pedilingus, es decir limpiar por vías no convencionales la suela de aquel que da y quita la vida (política). Esto es normal, una lo llama “eterno” y lo glorifica, tiene un cuadro del gran jefe en su casa encarnando la figura de un santo [1]. Otra le escribe una biografía, relata lo equivocado que está el mundo y la verdad que debería conocerse: es el hombre más honesto de Colombia. Ya quisieran muchos políticos tener a semejantes escuderas, dispuestas a poner el pecho (¿o los pechos?) por ellos en cualquier circunstancia. Son principalmente tres, pero hay decenas que matarían por estar entre las primeras.
Paloma Valencia, por ejemplo, ve al jefe fulgurando al sol o como inmortal estrella polar. Paola Holguín va más allá, no necesita lisonjas, ella misma quiere superarlo: se declara muchas veces más radical que su líder y repite su discurso con palabras más bastas [2]. Ella parece decirle "no te ablandes, jefe mío, necesitamos de tu mano más dura ahora que los villanos quieren dejar de serlo. ¡No olvides que necesitamos de los malos para ser los buenos!". Y María Fernanda Cabal, quien por desgracia no hace honor a su apellido, no necesita (¿por voluntad?) hablar ni escribir, le basta proponer leyes para darles una ayudita a los amigos del jefe, esos hombres amantes de tierras ignotas que alguna vez pertenecieron a otros hombres que sabrá Dios dónde estarán ahora [3]. Y el gran jefe las aprueba, él las sigue bendiciendo mientras ellas lo canonizan.
Cuán parecidas estas damas en sus formas discursivas. Ellas se despeinan, mueven sus manos como aspas de un molino enloquecido. Su micrófono, aún lejos, termina empapado. Hablan en ese tono rauco con el que insultan e infaman y en la cara llevan esa expresión de histeria en la que parecen develar una continencia muy larga. Y si alguien osa controvertirlas, ellas saben mejor que Schopenhauer cómo ganar un debate. Usan, sin reparos, su artimaña favorita, el argumento ad hominem, patrimonio de la humanidad y bandera nacional del uribismo: ¿Me estás diciendo que mi jefe tiene nexos con paramilitares? ¿Tú, un narcoterrorista patrocinado por Maduro? ¿Tú, un campesino criminal que bloquea vías? ¿Tú, un sicario camuflado de congresista? ¡Ahí están pintados todos, desprestigiando la honra y el buen nombre del único y verdadero salvador de la patria!
Para ellas, en realidad para todo aquel que le pertenezca, su líder es res sacra. Ya lo dijo la más vehemente: para ella Uribe “brilla cada vez que le da el sol y no hay bala enemiga que pueda llegar a su corazón”. Qué hermosa declaración de guerra y de amor en esa segunda convención del Centro Democrático. Ahí está el vídeo en YouTube [4], Paloma Valencia hablando: su jefe a todos “los llena, los inspira y los mueve”, es el norte y el guía, aquel al que se le debe la existencia política. Y ni hablar de ese “Uribe de carne y hueso”, aquella biografía que Paola Holguín le escribió a su único jefe para despojarlo de su aureola negra e investirlo de una transparencia algo enlodada por su admiración rayana en idolatría.
Y es que, a fin de cuentas, no es todo un amor del presente. En retrospectiva, ambas se relacionan con Álvaro Uribe, con su familia y su doctrina. Paola, líder del movimiento ‘Los Paolos’ (que, me perdonará ella, tiene más nombre de banda delincuencial que de facción política, aunque quizá al final sean lo mismo), tiene a su padre, ya fallecido, involucrado con el narcotráfico. No lo digo yo, lo dice la prensa [5] y mucho más los hechos en los que la Fiscalía le hizo extinción de dominio, pues esos predios no eran suyos sino de Pablo Escobar Gaviria, primo de José Obdulio quien, ya lo sabemos, es tan cercano a Uribe.
Por otro lado, la senadora Paloma Valencia, quien sí le hace honor a su nombre (¿alguien aprueba esa alada plaga urbana?), tiene a su padre, también ya fallecido, inscrito en la historia de Colombia como el primer presidente que permitió crear grupos armados ajenos a las Fuerzas Militares dado el impostergable llamado de la Defensa Nacional. Una nimiedad. Solamente grupos para ayudar a los militares. En síntesis, paramilitares, que amparados en ese decreto, y luego en las Convivir de Uribe, tuvieron, incluso antes de “desmovilizarse”, la osadía y la permisión del gobierno para hablar en el Congreso y exaltar su sádica lucha. Y finalmente, la senadora Cabal, sabiendo del ingente despojo territorial hecho por aquellos Defensores Nacionales a miles de campesinos del país, propuso una Ley de Tierras para legalizar ese robo, para ratificar lo que el uribismo con hechos declama: que la guerra sí paga, mucho más con la ayuda de unos pocos decretos.
Qué ejemplos de ecuanimidad y democracia. Ya vemos cómo se concatena la historia y los afectos de curules y bolsillos. Vemos cómo se cumple ese refrán popular del “Dios los hace y ellos se juntan”. En este caso, hay algo más que los junta: un hombre que ya es más que sí mismo, que es una ideología, una manera de entender el mundo, un hombre que como ninguno encarna esa labor tan añeja en la historia de Colombia: la de liberar al país de los bandoleros, del temible castrochavismo, sin importar cuántos sacrificios, si quizá haya que dejar por un momento la ética a un lado, o tal vez, como parece, olvidarla del todo. Un hombre que sabe que no preside un partido político sino una secta de devotos.
[1] La devoción de Paloma Valencia por Álvaro Uribe
[2] Top Secret: Las agresivas afirmaciones de la congresista Paola Holguín
[3] Reforma del Centro Democrático a Ley de Tierras va en contravía de las víctimas: Codhes
[4] Intervención de la senadora Paloma Valencia en la Segunda Convención del CD