Con otras mujeres y con mis amigas, en la literatura y en la vida cotidiana, hay momentos en los que se habla del dolor. El sentimiento desgarrador que no sana, que se instala como un tumor, que se dice se hace carne en forma de cáncer o simplemente es la gripa sin motivo, la fiebre ausente de virus, el dolor en el costado. Y ese dolor que es efecto de lo grande y de lo que para algunos es pequeño, que lo define la muerte o el desengaño, el desamor o un adiós sin palabras, busca desembocar en la terapia, el gimnasio, las fotos de los ancestros vistas desde las historias de las abuelas. Y todas vamos, porque hablo del dolor de las mujeres, peregrinando entre una y otra alternativa, buscando la sanación.
Esta semana conocí a Guillermo Ojeda Jayariyu, palabrero wayuu que vino a la ciudad para asistir a la Cumbre de No Violencia que hace Mayo por la vida. Vestido de rojo, porque es el color que simboliza la carne, la herencia, el linaje que le viene de su madre y de su abuela, decía que su función dentro de la comunidad a la que pertenece es la de reparar el dolor de la mujer, porque ella es la dueña del dolor. Este sentimiento, viajero y contagioso, va de madres a hijas, a sobrinos, a todos, y el clan completo sufre. Su trabajo es ser como un Mercurio que lleva la reconciliación, la paz para ella, y por ende, para los que se nutren de su herencia cultural.
Ante un conflicto, el palabrero busca que la mujer se sienta compensada, que en su interior se aloje la disposición a recibir los bienes que nutren el perdón, y aquí radica su mayor logro. Cuando ella accede, toda la comunidad se embarca en un diálogo bajo la enramada, sus palabras van de lo espiritual a lo práctico, de lo terrenal a lo simbólico. Por los cambios de la cultura hoy apenas quedan veinte para una comunidad de cientos de miles.
Hay un objeto que es símbolo del dolor y de su compensación para la mujer. Se trata de un collar de piedras rojas que se entrega al momento de iniciar uno de esos actos fundamentales que hace el palabrero entre los clanes en conflicto. Me decía Guillermo que estas piedras simbolizan un viejo intercambio que hubo con las etnias de la Sierra Nevada y narra la raíz arhuaca que los une, y que también son de ese color porque hablan de la carne, del dolor que se conoce porque es desde el vientre. Y pienso entonces en García Lorca y sus Bodas de Sangre, y en la Madre cuando dice: “Por eso es tan terrible ver la sangre de una derramada por el suelo. Una fuente que corre un minuto y a nosotros nos ha costado años. Cuando yo llegué a ver a mi hijo, estaba tumbado en mitad de la calle. Me mojé las manos de sangre y me las lamí con la lengua. Porque era mía. Tú no sabes lo que es eso. En una custodia de cristal y topacios pondría yo la tierra empapada por ella”.
Ese collar, como una custodia de cristal y topacios, en los momentos de mayor tensión o necesidad se saca como quien exhibe sus galas, una cadena de cruces tejidas en batalla y que se traduce en aprendizajes. Yo encuentro todo esto lleno de sabiduría y de luz. Y al mismo tiempo pienso en el valor de la palabra y de lo que en nuestro contexto es un palabrero, aquel que suelta al aire mentiras y desgastes, embustes y falsos procederes, el que libera palabras como picando papeles.
Se nos ha vuelto la palabra tan volátil, tan gaseosa que con el tiempo hemos acuñado dichos que hablan del viejo honor que había en cumplir lo dicho, una condición antigua de la que poco se sabe. Y se nos va en palabrería lo que requiere llenarse en el vacío.
En la lectura de la mitología griega se encuentra una profunda fuente de sabiduría. Atalanta, heroína de la caza y del atletismo, perdió a su amante Meleagro durante la persecución de un jabalí. La muerte de este hombre que la había equiparado con tranquilidad en sus talentos, le causó un profundo dolor. La búsqueda de un nuevo hombre con quien compartir su corazón fue bien tortuosa pues ella los retaba a una carrera y siempre a todos ganaba. Hipómenes, para nada atlético, fue en busca de Afrodita, diosa del amor, para encontrar la forma de triunfar, y esta le dio tres manzanas de oro que él fue desplegando en el camino al paso de Atalanta quien al tomar cada una sanaba la parte de su alma que así lo requería. Tres manzanas, tres ideas: la conciencia del paso del tiempo, la conciencia de la importancia del amor, y la creatividad. Y con estas palabras en el camino ella escogió al hombre que supo llegar al fondo de su dolor para quedarse viviendo allí. Palabras, al viento, palabreros a la mar.