Hace unos días tuve que describir a Alberto Abello. Por lo general, rehuyo este compromiso. Primero, porque tiene algo de palabra empeñada; segundo, porque decir aproximadamente “quién es quién”, implica una dedicación casi tan absoluta como la que el aludido usa para vivir. Por una y otra razón, y por todas las imaginables, responder a este “cómo” es una labor, por lo menos, temeraria. Por ello, en la mayoría de los casos, me aferro a una excepcional tabla de salvación, el lugar común.
Sin embargo, aquel día, por los lazos de amistad con mi interlocutora y con el aludido, cualquier frase preestablecida no solo habría sido evidente, sino irresponsable. Hice de lógica corazón, y me di con la mayor sinceridad a esta tarea: Es —recuerdo que dije—, sobre todo, un excelente anfitrión.
Hoy, cuando la noticia de su fallecimiento lleva a la inevitable necesidad de recordar, estoy seguro de que ahora solo tendría que cambiar un elemento de aquella frase: su tiempo. Alberto fue, sobre todo, un excelente anfitrión: supo reconocer que todos merecen un lugar y a cada quien le dio el que le correspondía, tanto en la mesa como en la cultura.
Quien tuvo la oportunidad de ser su comensal, recuerda que el acto de cenar era un ritual. Servía platos del Caribe y a cada uno lo enaltecía con su historia, sus orígenes, el reconocimiento de las cocineras y las cocinas populares. Y de la misma forma, ejercía su labor como gestor cultural.
Para él, la cultura debía ser un espacio abierto: las cantadoras del Pacífico; los maestros vallenatos; los palabreros wayúu; los cuadros vivos de Galeras, Sucre; las obras plásticas de Obregón, de “Figurita” Rivera, de Noé León; las narraciones de Gabo, Sánchez Juliao, Arnoldo Palacios, Hazel Robinson, Fredy Chicangana; las investigaciones de Nina de Friedemann o Weildler Guerra; las fotografías Nereo López, Manuel H, Leo Matiz, Hernán Díaz; todo esto, y mucho más, debía estar dispuesto para todos los colombianos con un solo fin: saber que es la diversidad, como decía en repetidas ocasiones, es lo que realmente nos une.
Alberto, haciendo honor a la frase de que las pequeñas acciones son las que hacen el carácter, hizo de esta actitud también una postura ética: por encima de la "culturización", la cultura. Aquella que se forja en las periferias, la que poco se ve y poco suena, la que no solo se debe compartir por exótica o por una falsa idea de inclusión, sino por su valor intrínseco para representarnos a todos de las más diversas maneras.
Y si bien tanto en la mesa como en su labor el Caribe estuvo en el centro; ahora, en retrospectiva, el arroz con camarones secos traídos de Riohacha o los plátanos en tentación cartageneros no fueron más que su excusa perfecta para que todos, todos, pudiéramos hablar sobre quiénes somos o, lo que es lo mismo cuando la amabilidad y la sinceridad recorren el diálogo, conocer y conocernos un poco más.