Difícil encontrar en la historia política reciente de nuestro país un proceso electoral, como en el que estamos inmersos actualmente, atravesado por retos tan complejos y estructurales (nuevos, complicados y riesgosos) y, que a su vez, presentara más precandidatos. A nueve meses y medio de la primera vuelta presidencial hay casi cuarenta precandidatos en contienda entre los que figuran exalcaldes, exgobernadores, exprocuradores, exministros, excontralores, senadores y ciudadanos.
Será la primera elección en casi 60 años sin la guerrilla de las Farc. Este hecho histórico, y que ya ha dado inmensos resultados en vidas salvadas y en avances humanitarios, tendrá consecuencias directas sobre el proceso electoral en todo el país y muy especialmente en los 242 municipios en los que este grupo armado ha actuado. Por primera vez en más de medio siglo las armas de las Farc no desempeñarán un papel central en las elecciones y esto seguramente permitirá una mayor amplitud en el discurso ideológico y, ojalá, en el nacimiento o resurgimiento de actores políticos hasta ahora ausentes en muchos territorios a causa de la amenaza y la violencia. El fin del conflicto armado con las Farc debe servir no solo para que su nueva fuerza política haga presencia en diferentes instancias con condiciones y garantías de seguridad, sino también para que todo el espectro político nacional haga proselitismo, busque votos y trate de alcanzar el poder en los territorios antes ocupados por este grupo y en cualquier otro rincón del territorio nacional. La apertura posconflicto no puede ser unilateral ni sesgada.
No es sorprendente que cerca de la mitad de los precandidatos,
incluso algunos que han militado en partidos tradicionales,
estén dedicados en este momento a buscar firmas para avalar sus candidaturas
Aunque los partidos políticos colombianos vienen en una caída sostenida de legitimidad y representatividad desde hace muchos años (ver encuestas), la actual coyuntura con los aberrantes y multimillonarios casos de corrupción como Odebrecht, Reficar, el carrusel de gobernadores y alcaldes presos en la Guajira y el astronómico robo de Córdoba, parece haber rebosado la copa de la ciudadanía. En este ambiente, y con más capturas de funcionarios y parlamentarios por venir, las opciones minoritarias y aquellas que están por fuera del establecimiento político tradicional cobran relevancia y empiezan a ser visibles e interesantes para los electores. No es sorprendente entonces que cerca de la mitad de los precandidatos presidenciales, incluso algunos que han militado en partidos tradicionales, estén en este momento dedicados a buscar firmas para avalar sus candidaturas. No sorprende tampoco que la Reforma Política nacida de los Acuerdos de La Habana y radicada ya ante el Congreso esté encontrando oposición, abierta en algunos casos, solapada en otros, de algunos de los partidos tradicionales y fuertemente cuestionados como es el caso de Cambio Radical. En su lógica de supervivencia y exclusión resulta peligroso abrir la política para dar juego a nuevas fuerzas pues saben que en el actual contexto esto significaría grandes pérdidas en términos de representatividad y, bajo la lógica clientelista, de recursos ($). En plena crisis y con la amenaza de renovación al frente, a la clase política se le pide apertura y grandeza. ¿Quedará algo de eso?
Esta elección también nos enfrentará a dos hechos trascendentales: la consolidación de la posverdad y la manipulación sistemática y generalizada de información (hechos alternativos) como estrategia electoral. Aunque la mentira y la exageración siempre han hecho parte del arsenal en tiempos de elección, la victoria de Trump, el Brexit y el triunfo del No en el plebiscito nos demostraron que la capacidad de producir y difundir noticias falsas, que logren indignar, cuestionar y movilizar, es hoy un factor decisivo para el éxito electoral en todos los contextos. Aunque empresas como Facebook y Twitter han hecho grandes esfuerzos por intentar controlar contenidos abiertamente mentirosos en sus plataformas, ante el tamaño y versatilidad de las mismas, tales esfuerzos son siempre insuficientes. En Colombia, por ejemplo, hay 24 millones de perfiles y páginas de Facebook y cerca de 55 millones de líneas de celular (una gran mayoría con acceso a Whatsapp u otro servicio de mensajes texto). Aquel que logre difundir su mensaje, mentiroso, inexacto y hasta calumnioso, con más rapidez y efectividad por estas redes podrá movilizar incautos, dogmáticos y energúmenos. A quienes aún consideramos que los ciudadanos se merecen un trato respetuoso y digno, donde los hechos, las cifras y la verdad sean protagonistas, nos quedará la responsabilidad de denunciar la estrategia de la posverdad y la de utilizar estas mismas redes con propuestas, logros y proyectos que, a su vez, dignifiquen la política y valoren los medios por encima de los fines.
Un último reto: el país necesita la aparición de una alianza de personas, sectores y grupos que, partiendo de una voluntad indeclinable en la lucha contra el clientelismo y la corrupción (acompañada de resultados claros en el tema), trabajen por un país plural, progresista, que le apuesten a la educación, a la cultura y a la innovación para cerrar brechas y construir oportunidades. Ha llegado el momento de reunir al país que se niega a enterrarse en un “ismo” y es capaz de construir desde el respeto y la confianza. No hay tiempo que perder.