Agosto tiene la rara característica de reunir la triste conmemoración de dos magnicidios, el 13 de agosto el de Jaime Garzón un hombre que en medio de risas nos enseñó a burlarnos del poder. Cayó hace veinte años una madrugada, cuando se dirigía a su trabajo, bajo las balas asesinas que ordenó Carlos Castaño, que en ese entonces se consideraba dueño del país, gracias a su cercanía con ese poder que Garzón criticaba.
Una década antes, El 18 de agosto, cayó Luis Carlos Galán por los sicarios que obedecían a Pablo Escobar, que en ese entonces se creía también dueño del país por su poderío económico derivado del narcotráfico y su cercanía con ese mismo poder.
Pero ni Galán, ni Garzón, son los únicos que han sido pasados por las armas. Son muchos, tal vez demasiados los sacrificados. Son multitud las vidas que hemos perdidos por orden de esas fuerzas oscuras que se han turnado en su pretensión de tener el poder a la fuerza.
El siglo pasado empezó con el magnicidio de Rafael Uribe Uribe, muerto a hachazos a las puertas del capitolio en 1914. Uribe Uribe era el dirigente liberal más opcionado para romper la hegemonía conservadora. Su muerte nunca fue realmente aclarada pues, como es costumbre, se la achacaron a dos humildes artesanos, Galarza y Carvajal, los sicarios del momento, pero lejos estaban de ser los autores intelectuales o determinadores de ese asesinato.
Después de miles de muertes en la violencia entre liberales y conservadores cayó otro dirigente de talla presidencial, Jorge Eliecer Gaítán, el 9 de abril de 1948, en manos del sicario de turno Roa Sierra. Esta vez el pueblo reventó de ira y se tomó Bogotá produciéndose un alzamiento popular que solo pudo ser controlado con la militarización de la capital y el sacrificio de cientos de amotinados.
La muerte de Gaitán no apaciguó la violencia, al contrario, desde ese día conocido como el Bogotazo, la violencia se afincó en Colombia y fue adquiriendo formas organizadas que persisten hasta hoy. Pájaros o chulavitas, guerrillas o paramilitares, narcos y bandas criminales se han ido turnando en el dominio de regiones rurales y sectores urbanos, con secuestros, extorsiones y actos terroristas que han tocado a todo el mundo, estuviera vinculado o no a sus acciones.
El recuento es necesario hacerlo una y otra vez
para no olvidar y sobre todo para entender la necesidad de paz,
de ¡no matarnos más!
También hay que recordar el genocidio de la UP, un partido que casi se extinguió en manos de la extrema derecha que no le perdonó su relación con las Farc. Pero también cayó asesinado Álvaro Gómez Hurtado, dirigente conservador, dos veces candidato presidencial y la voz más autorizada, por su inteligencia y preparación, para haber liderado una derecha democrática, tan importante para el equilibrio ideológico.
Y no olvidar los asesinatos de los candidatos presidenciales de izquierda Jaime Pardo Leal (1987), Carlos Pizarro y Bernardo Jaramillo (1990). Por supuesto en esta estela de sangre también hubo miles de civiles, dirigentes indígenas, periodista, policías, militares, jueces y magistrados sacrificados, como los que murieron en la infame toma del Palacio de Justicia o en manos de sus secuestradores en las selvas profundas de Colombia.
Este recuento es necesario hacerlo una y otra vez para no olvidar y sobre todo para entender la necesidad de paz, de ¡no matarnos más! Pero este mensaje no parece llegar a las fuerzas oscuras o aquellos que pregonan que el camino para frenar la violencia, es más violencia.
¿Qué habría sido de nuestro país si a toda esta gente le hubieran dado la oportunidad de hacer realidad sus ideas? Seríamos seguramente una verdadera democracia y no un pueblo de sicarios y asesinos como al parecer seguimos siendo.