Paipa a la luz de la luna

Paipa a la luz de la luna

Una escapada entre historia y termales en el departamento de Boyacá

Paipa a la luz de la luna

Mi primera escapada a Paipa fue en un mes de abril. Abril se ha ganado su vitola de mes romántico donde los haya, su puerta a la primavera boreal ha dejado a lo largo de la historia un sinfín de legados artísticos, desde la literatura a la pintura, sobre todo en almas sensibles a las estaciones y los sentimientos. No es de extrañar que muchos países escojan preciso ese mes para dar cabida a las ferias y eventos más sobresalientes relacionados con los libros. De hecho no es mala idea coger un buen libro para el fin de semana y traerlo al destino del día de hoy, porque Paipa nos brinda silencios con los que concentrarse en una buen lectura. Una buena tregua para con los celulares inteligentes y demás aparatos que nos facilitan la vida por un lado, pero nos ponen a las puertas de una desagradable nomofobia por otro, seguro que entre sus conocidos halla el perfil de quien parece le faltara como el aire sin estar manoseando y ‘dedeando’ la cosa.

Aquí la musa estacional es bien diferente, nada que ver con mi añorada Europa, pero el encanto de poder elegir cualquier mes del año para darse a la aventura del relax termal o si se prefiere de la ruta hacia tierra caliente es un buen aliciente por el que suspirarían no pocos ibéricos, sobre todo cuando asoman los primeros fríos de octubre. Tan agradable fue el recuerdo de aquel fin de semana del incipiente abril que nos dimos a la tarea de rememorarlo en agosto repitiendo destino pero variando alguna que otra parada. Si en aquel entonces fue el Pantano de Vargas, hoy serían los adoquines centenarios de Tunja.

Una de mis frases favoritas, del afán solo queda el cansancio, la llevo incrustada como adorno en el carro para colaborar en la paciencia que a veces la más que mejorable movilidad vial colombiana necesita, casi diría más bogotana que colombiana, si bien algunos tramos más allá de la capital no dejan de sacarnos el mal genio, máxime si a la vuelta del mal estado de la vía, la lentitud y las retenciones, nos encontramos de sopetón con un sarcástico peaje. Pero no es el caso de esta pequeña escapada, que hicimos sin afán, en armonía con el asfalto y con el ánimo propio de quien se dirige a un oasis de descanso y relajación, principalmente en pareja o en familia, como es Paipa.

Sacar sabor a la vida y disfrutar de los muchos rincones que Colombia ofrece nos conduce en esta ocasión al esplendor en la hierba de Boyacá. Cada vez que enfilo los verdes paisajes desde Chía hacia Tunja siento como un pellizco suave en el alma. A veces cierro los ojos y evoco la semejanza de este derroche sabanero con el norte de la Península Ibérica, sobre todo en la cornisa cantábrica, que aunque no con tanta altitud, también ofrece al visitante una gama de verdor digna de la más exquisita de las retinas.

Este es otro paseo con punto de partida y ruta inicial semejante al que hacíamos semanas atrás para todos nuestros caminantes hacia Villa de Leyva y el santuario de flora y fauna de Iguaque. Imposible cansarse de recorrer los caminos boyacenses, la estampa de sus gentes ataviadas en las ruanas y las enormes arepas de los desayunaderos del camino acompañando al caldo de costilla mañanero. El frío agradable que cae en torno a un tinto bien caliente y una hoja de ruta sin horarios ni obligaciones.

Es tal la sensación, que apenas si notamos el paso, imperceptible, entre la Cundinamarca nororiental, pasado el humedal del Sisga, y la Boyacá suroccidental. Son los campesinos bajo sus sombreros quienes nos dan la primera señal del cambio departamental, y más adelante, ya muy cerca de Tunja, el Puente de Boyacá con su estatua de Simón Bolívar invita a detenerse, en la ruta y en el tiempo. Vamos camino de pasar dos noches y tres días de termales y desconexión absoluta en uno de esos fantásticos jacuzzis naturales tan típicos de Paipa, rodeados de los tonos verdes de la Boyacá que rezuma historia colombiana por los cuatro costados. En el célebre puente tenemos el primer encuentro con los monumentos que nos conmemoran las gestas que forjaron la nación colombiana.

La cercanía con la capital hace el paseo agradable en carro, en esta ocasión nos echamos unas cuatro horas por causa de una larga parada en busca de la Catedral de Tunja. Quisimos tomar café y el aire fresco de la capital departamental. Estamos apenas 200 metros más altos que en Bogotá pero doy fe que se nota. El centro de Tunja siempre es sugerente, un patrimonio histórico de incalculable valor y una parada casi obligada para todos los colombianos. Sus calles destilan sabor colonial, su plaza mayor, con 130 metros de cuadro y vista de ojo de pez, fue en los tiempos de su construcción la más grande hecha por los españoles en toda América en la época de la conquista. Está casi a la par con la de Villa de Leyva, por ahí se llevarán unos diez metros cuadrados, si bien esta es más urbana, más bulliciosa, mayor testigo de episodios repletos de historia. Hoy acoge a las instituciones locales, puestos callejeros de frutas, niños jugando con las palomas y los vestigios arquitectónicos que dan tipismo a sus edificios y muros.

Imposible pasar por alto el enorme escudo apostado en una de sus esquinas. A primer golpe de vista diría uno que está en Toledo, la ciudad de las tres culturas. La similitud del escudo de Tunja con el de la capital de la autonomía española de Castilla La Mancha tiene una explicación histórica, pues se trata de la célebre heráldica con timbre a modo de marco del águila explayada de dos cabezas en sable, con el Toisón de Oro pendiendo de las alas, que le fue concedido a Tunja por el emperador Carlos I de España y V de Alemania en el año 1541.

Cuando a uno se le propone darse un respiro en las termales de esta localidad boyacense el subconsciente ya de por sí se relaja. Relajado entró en Tunja y relajado siguió la ruta hasta el destino final donde confluyen las aguas del Lago Sochagota con el verde intenso de los cerros omnipresentes. La oferta hotelera de Paipa es buena y adaptable a diferentes presupuestos. Las termales y el lago son visita y disfrute obligados, a los que se unen de manera puntual algunos festivales que se organizan, más las ferias y fiestas. El ambiente invita a un goce en pareja, el paraje parece más reñido con la visita del viajero solitario.

La escapada amerita cuanto menos una noche de por medio, si son dos mejor. Y de noche es precisamente cuando se experimentan algunas de las mejores vivencias, como la de las piscinas de aguas de propiedades medicinales, calientes a la falda de la fría montaña, con el vapor que se desprende de la superficie y que da pie a imaginar la cálida temperatura antes de sumergirse. Luego allá que va uno, las estrellas en el cielo y la luna llena, un calor extremadamente relajante nos envuelve, algún sonido de la naturaleza que se escucha al fondo, bajo la luz de la luna, en una termal inolvidable, cuyo cuadro ha de rematarse en pareja. Después una cena con velas y lo demás depende de la imaginación y mejor ejecución de los paseantes.

La mañana siguiente empieza con silencios que emanan sonidos de paz en algunas de las regias habitaciones de los hoteles del lugar, cuya decoración y mobiliario contribuyen a ensalzar las sensaciones. Enseguida se impone un buen desayuno, bien en la misma cama o en el restaurante, y luego un mar de jacuzzis, un paseo a caballo, una escapada al lago, una respiración profunda de ese aire puro y de sierra sana. Si prefiere estar todavía más alejado del mundanal ruido, la variedad de cabañas y casas campestres de la zona se lo pone muy fácil. Luego depende de usted apagar ese maldito celular, la tabla y cualquier otro aparato electrónico, echar mano del buen libro que ha traído y respirar profundo. Acérquese un fin de semana a Paipa y recargue pilas con una vivencia placentera. No importa si no estamos en abril.

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