A través de la historia se han firmado miles de Acuerdos y Tratados de “Paz”. Enumerarlos sería llenar páginas enteras, rememorar épocas y acontecimientos álgidos; donde las partes, después de cruentos enfrentamientos, de miles de muertos y de ciudades o países destruidos, se lograron poner de acuerdo para llegar a una mesa de negociaciones y entre bombos y platillos, firmar el tan anhelado pacto.
Un sinnúmero de interrogantes surgen cuando los años van pasando, y entre las páginas sangrientas de la historia uno se encuentra con escenarios que trascienden en el espacio y el tiempo. Como un telón de la misma obra que se cierra y se abre inesperadamente, pareciera que cobraran vida: resucitan los muertos, la tragedia, el dolor y la desolación, que arrastra como una cadena fantasmal grandes sufrimientos. Tan palpable como una cortina de hierro se vislumbra la misma escena vestida con diferentes harapos. El ayer se renueva y el hoy se antecede velozmente en una mezcla de situaciones que apuntan, quizá sin pensarlo, a las mismas vivencias y recuerdos nefastos.
La humanidad avanza como un reloj desarticulado, marcando las manecillas un sentido contrario al esperado. La paz se hace traslúcida, como un velo de cieno que abarca la memoria y nos sumerge en hondas y dolosas escenas de crueldad, pero también de esperanza. La humanidad sueña, se adormece y por último termina en la cloaca del destierro. Todos de una u otra manera tenemos que ver con el tema, unos más que otros. Está por ejemplo aquellos que cansados de la guerra, de esa bestia infernal que decapita la vida en fracciones de segundo y que amordaza la ilusión, claman a gritos porque todo lo han perdido, o en su defecto, se han visto mancillados, ultrajados y desplazados por la misma violencia. Otros más escépticos, desde la distancia, observando y analizando a través de una vieja lupa desgatada y corroída, se limitan al comentario caprichoso, casi burlesco; cargado éste de una amalgama de incredulidad que raya con la apatía y la desidia. Por último, aquellos que sentados a la mesa ponen sus cartas, descorren o realzan el velo de la comedia, tratando de ganar espacios, indulgencias y perdones; dilapidadores del tiempo, consejeros de una paz lejana convertida en utopía, porque detrás de todo ese andamiaje se mueven infinidad de argucias e intereses particulares.
Pasan los días, las semanas, incontables meses que terminan en años. Arremete la quimera como reclamando piedad y misericordia ante un pueblo hastiado del dolor; de aquel dolor que solamente ellos perciben, no desde la barrera de lo ajeno, lo lejano y lo piadoso. Un dolor que busca la piel, se pega del alma y muere en el cuerpo. Hijos, hermanos, sangre de una misma estirpe llevada al exterminio. Familias enteras huyendo del campo a la ciudad, proscritos como herejes de una quimera llamada vida. La tragedia avanza reclamando una paz esquiva, pordiosera de un deseo que se alimenta de la fantasía y quizá también del dolor.
La paz de la mesa, del escritorio; la paz de papel con manchas de sangre y mentiras, porque la contienda se dilata en busca de ideales particulares; endebles ideales exclusivos que nunca cobijarán a la mayoría, solo a una minoría que juega con las ilusiones de miles. Al final, la historia nos acorrala, nos arrincona contra el muro de los lamentos. La paz no está en la mesa de negociaciones. La PAZ se debe sembrar en el corazón del niño, esa es la semilla que debe germinar; fecundar la sabia del amor, la tolerancia y el respeto. Desde la escuela, en conjugación simétrica con el hogar, la alianza debe reposar en el infante que se levanta como un roble en busca del horizonte perpetuo. La paz se cultiva, florece y se esparce cuando desde la cuna, el hogar y la escuela vamos enfatizando el proceso. El día que esos elementos cobren vida, se revistan de paciencia y sabiduría, tendremos generaciones con una visión del mundo totalmente diferente. Antítesis del apocalíptico sueño de la paz de escritorio. No se puede pretender firmar un tratado de paz, cuando las causas que engendraron la guerra continúen latentes.
Debemos ser conscientes que es un trabajo que va más allá de la vieja, desgastada y retórica teoría de la lucha de clases. Combatir el hambre y la miseria debe ser uno de los objetivos, pero más que eso, combatir la ignominia de aquellos que no llevan en su corazón el amor a la patria, de todos aquellos que buscan el beneficio propio. Es una tarea ardua que conllevará a un proceso lento pero seguro. No tendremos la sombra de la iniquidad en nuestros gobernantes o dirigentes. Es una meta a largo plazo, pero sino empezamos ahora tendremos hombres inestables, frente a una economía inestable que apuntala a acentuar la crisis, a ahondar la brecha entre ricos y pobres, y por ende, nuevos movimientos que tendrán en aquellos elementos el germen perfecto para perpetuar la guerra. Dirigentes, gobernantes, empresarios, padres de familia y educadores comprometidos con este sueño, verán los mejores resultados cuando la sociedad avance en un nuevo período de crecimiento y por lo tanto el temor de la guerra haya desaparecido de la mente del nuevo hombre.
Autor
Gildardo Gutiérrez Isaza
Escritor y poeta colombiano