El gran drama de los escritores, dicen, es el terror que causa la página en blanco.
La página en blanco significa, pareciera, la sencilla falta de inspiración, como que la musa que acompaña al creador de ficciones se haya ido de paseo y dicen los ecos que tarda en volver. Es el gran vacío que tiene el literato, incapaz de pasar al papel las pocas ideas que puedan circundar por su cabeza y pasarán perfectamente días ó semanas o meses y siempre permanecerá intacto el cuaderno o máquina o computador en el cual reposan las historias.
Y dicen que es el gran trauma del gremio: la incapacidad de darle vida a tres líneas, ideas sin fuerza que no logran jamás adherirse al papel.
Algún escritor de los afamados contaría cómo, para ahuyentar las fatales consecuencias de la página en blanco, siempre dejaba, antes de dormir, escritas pocas líneas de la página que se comenzaría el día siguiente. Y así, cuando se encontraba frente al reto, todo era cuestión de continuar las ideas plasmadas en esas pocas líneas de la víspera. Algo así como prender el vehículo sin batería en segunda y en bajadita. ¿Verdad, mentira?, vaya uno a saber. Pero sea como sea, la idea tiene su fuerte sustento.
Todo lo anterior se comenta para el novelista y cualquier parroquiano puede no comprender de qué manera se le nubla la mente a alguien que tiene ya (supuestamente) una historia completa en la cabeza y que poco a poco la va soltando. Podremos comprender que quien hace cuentos cortos o poemas o pequeñas intervenciones pueda aquejarse del mal que aquí se comenta, pero, ¿el novelista? Dudas, todos son dudas.
Hablamos aquí de todo aquel que trabaja con la ficción, con historias inventadas o copiadas de algo o de alguien, en donde por momentos se da el bache o bloqueo, como que al cerebro le hiciera falta una pequeña dosis de aceite para que las ideas roten, germinen y salgan a la luz.
Sin embargo, la gran duda que viene a salir a colación no trata de literatura de ficción o demencias parecidas, sino el saber si el drama de la página en blanco se da también con todos aquellos que escriben de cosas reales y palpables, de la realidad, impactante o no…, en fin, del periodista político.
Partimos de la base de varias verdades, y la primera verdad es que el periodismo político carece de verdad, es cien por ciento subjetivo, es simplemente la opinión (¿fundamentada?) de alguien que se cree con elementos para opinar. Y es como un oficio de bajos mundos, sin moral y reglas de ética, en donde simplemente se resalta lo malo y perverso bajo el entendido de que lo bueno y angelical a nadie interesa. Así las cosas, se escribe con mala leche, desganados de cómo van las cosas, y así sin descanso semana a semana.
Y no es que la mala leche se haya evaporado, ya que no hay cosa más patética y triste que la práctica de la política colombiana. El presidente y su manto de corrupción junto a su eterno aliado que es una clase política que lleva siglos en el poder, un expresidente que amenaza que va a amenazar y otra vez amenaza sin dilucidarse nunca su pasado y líderes de los estamentos judiciales que inquietan por su historial o sus posiciones radicales.
Siempre hay tema y no puede hablarse de que se dé el drama de la página en blanco y no en vano tenemos columnistas muy leídos repitiendo por los siglos de los siglos la misma cantaleta. ¿Cuánto periodista político de una calmada Noruega quisiera tener a un Petro como alcalde de Oslo y poder sacar todos sus gritos internos?
Simplemente dejamos hoy a aquel periodista en sus dilemas mientras yo digo hoy no, por hoy descansemos del temita y hablemos mejor de fríjoles recalentados y dejemos a quien quiera hablar de la paz ante auditorios desiertos.
… y hablando de…
Bogotá parece un caos. ¿O será un caos?
Los altos funcionarios duran tres días, la movilidad es simplemente un desastre (quien tiene vehículo sufre, quien debe tomar transporte público sufre mil veces más) y el alcalde feliz tuiteando de lo bien que va todo y de qué maravillosa manera el mundo celebra sus éxitos.