Tengo que llevar al niño, tengo que recoger al niño, son tal vez dos de las frases que más repiten los padres a lo largo de la infancia y la adolescencia de sus hijos. Normal, ¿no? Para eso están los padres también, para evitar que sus escuincles corran peligros innecesarios en la calle. Pero cuando tu amiga te dice, mientras se atraganta a las carreras el último bocado, “me tengo que ir ya volada porque en 10 minutos la niña sale de clase y el papá se molesta si no la recojo”, y resulta que la niña tiene ya 22 años y está a punto de terminar su carrera universitaria, el asunto se torna extraño.
No hay agenda paterna que no incluya el ítem “transporte de los hijos”. Ser padre, y con ser padre me refiero a ser padre o madre, implica ese lleva y trae diario. Ya sea a pie, en transporte público o en carro particular, los menores son llevados y traídos por sus progenitores, o por personas de confianza elegidas por ellos, para que puedan asistir a sus actividades académicas, deportivas o lúdicas. Especialmente en los estratos altos esa es una constante. Ya la cosa se complica para los estratos bajos porque ese nivel de “cuidado y protección” trae consigo, sí o sí, sobrecostos que un hogar con ingresos de salario mínimo o inferiores no puede asumir. Los niños de bajos recursos, por pura y física necesidad, aprenden desde muy pequeños a desplazarse solos. Los otros niños, los que tienen uno o dos o tres carros en el garaje de su casa, prácticamente al único bus al que se suben en sus primeros años de vida es el de la ruta escolar.
Siendo así las cosas, es claro que un niño nacido en un barrio estrato 2 sabe más de la ciudad que un niño de Los Rosales en Bogotá que jamás se ha valido por sí mismo para desplazarse de un lado a otro ni tiene idea qué bus debe coger para llegar a su colegio. Pero hablemos mejor de los universitarios porque ahí es en donde se está dando el fenómeno más preocupante, pues ya no son niños ni se les debe tratar como tal. El paso del colegio a la universidad solía ser el punto de quiebre para los jóvenes acostumbrados a que sus padres los transportaran siempre. Los 17 o 18 años, para esas personas que jamás habían subido a un bus, era más o menos la edad en la que aprendían de un sopetón, y casi que porque no había de otra, algo sobre rutas, precios del transporte público, las dimensiones reales de la ciudad que habitan, nombre de barrios, tiempo de desplazamiento para no llegar tarde y otras cosillas incómodas a las que se enfrenta todo usuario de buses, busetas y colectivos, como malos olores, picadas de pulgas, manoseadera, apretujadera, vendedores ambulantes, estar rodeado de extraños.
¿Qué pasa cuando al pelao recién graduado le ahorramos eso para “protegerlo”, para evitarle peligros e incomodidades? ¿Qué pasa cuando, como madre o padre, decidimos que lo mejor para nuestro hijo universitario es que no viva esa experiencia tan maluca y seguimos llevándolo y trayéndolo como si aún continuase en el colegio? Ni soy psicológa ni soy una madre perfecta. No puedo ni debo escribir una columna de opinión para dar cátedra sobre paternidad. ¡Ni más faltaba! Lo único que sí puedo hacer es abordar el tema como universitaria que alguna vez fui y como madre de dos universitarios que actualmente soy. Me preocupa lo que veo. ¿Y qué veo? Veo largas filas a las afueras de las universidades de padres llevando o recogiendo a sus hijos a diario. Veo a padres, y para ser justa, veo especialmente a madres, en un corre corre constante porque deben ajustar su agenda y sus tiempos al horario de sus hijos. Veo a mamás sobrecargadas porque además de trabajar dentro y fuera de casa, ejercen como Uber elegido y gratuito de sus retoños mayores de edad. Y veo, y eso es lo peor, a toda una generación de chicos frágiles que se quiebran ante la primera frustración.
Cuando miro 25 atrás y me remonto a esa edad en la que me tocó aprender a coger bus en una ciudad ajena, agresiva, enorme, comprendo que esa fue mi primera gran frustración en la vida y también mi primer gran logro. ¡Qué impotencia la que sentí al principio! Pasé de princesa consentida que en su vida había pisado un bus en Barranquilla, a una más del montón a la que le tocaba chupar frío en paraderos, mojarse a diario y arrejuntarse con gente de todos los pelambres en unos buses asquerosos en donde los cachacos no se sentaban sin antes dejar enfriar la espuma de la silla. Mi primer día de universidad, paniqueada ante las nuevas circunstancias, tomé un taxi pues no tenía ni idea qué bus coger. Pero ya de regreso de la inducción en El Externado, y luego de sacar cuentas, entendí que lo del taxi jamás se volvería a dar. O aprendía o me quebraba. No había internet ni aplicaciones como Waze ni siquiera celular. No había un departamento en la universidad que le explicara a los primíparos provincianos cómo movilizarse en la ciudad. Cero guía. Y mis compañeros bogotanos estaban en las mismas. ¡Nadie supo decirme qué debía tomar para ir del centro a Colina Campestre! Me metí al baño a llorar.
Bajamos en grupo a la 19 con tercera y ahí empezamos todos a preguntar. Un vendedor de dulces me indicó que debía tomar la ruta E1, blanca, una ruta escasa que tardaba muchísimo en pasar. Esperé ahí 45 minutos. Al subirme le dije al chofer del bus que necesitaba que me adoptara pues era mi primera vez y no sabía ni a dónde iba ni dónde debía bajarme. Le di la dirección y ese señor fue como un ángel. Me explicó todo, hasta lo que debía hacer al día siguiente en el sentido contrario. No les voy a negar que sufrí mucho con los trancones, con las largas esperas, me daba mareo, me sentía por momentos miserable y lloré mares. Los pocos compañeros que tenían carro en mi semestre me caían como una patada en el hígado. Confieso que estuve a punto de tirar la toalla y regresar debajo de la falda de mi mamá y todo por los buses. Pero me quedé.
Sufrí mucho con los trancones, con las largas esperas, me daba mareo,
me sentía por momentos miserable y lloré mares.
Los pocos compañeros que tenían carro me caían como una patada en el hígado
¿De qué me sirvió? La lista de beneficios, sin ánimo de romantizar el desastre de transporte público que tenemos en nuestras ciudades, es larga. Lo más importante es que salí de mi burbuja y empecé a desarrollar un nivel de empatía hasta entonces desconocido. El bus te permite ver de cerca la cara de la ciudad que nunca ves de otra manera. También te da alas, autonomía. Ya la responsabilidad de llegar a tiempo deja de estar en manos de un conductor, es enteramente tuya. Enfretarme sola a la ciudad me enseñó a sopesar peligros, a medirlos y a también a lidiar con el miedo y con la inseguridad, a apersonarme de mi propio bienestar. ¡Y a valorar cada monedita! Ya cuidarme pasó a ser labor mía, no de mi mamá. Y podría continuar con los pros.
Al pedir opiniones sobre este tema en Twitter recibí toda clase de insultos de ofendidos que en su mayoría consideran que esto que está ocurriendo, que yo lo veo como una muestra de querer controlarle a los hijos hasta el último paso y saber en dónde están a todo momento, es en realidad un acto de amor. “¿Nunca te quisieron que jamás te recogió tu mamá?” “¡Pobres hijos tuyos con esa mamá que se gastan!” A pocos les pareció extraño que tantos padres estén llevando a sus hijos actualmente a la U. Entre ellos la congresista Katherine Miranda, quien escribió: “tienes razón, yo cogía bus sola desde los 12 años”. Es evidente entonces que es un tema sensible que toca fibras profundas y que pone a la gente a hablar desde las entrañas porque el padre sobreprotector que dilata, que alarga el destete de los hijos, odia que le enrrostren eso; y al hijo cómodo, o como dicen las abuelas, pollerón, tampoco le encanta que lo tilden así. Además, ¿quién no detesta que se le metan al rancho o le digan que lo que está haciendo con sus hijos, lo está haciendo mal?
Las razones de los padres Uber van desde “protejo a mi hijo de jíbaros y el peligro de la droga” hasta “aprovecho ese tiempo en medio de trancones para reforzar lazos con ellos y charlar” pasando por “es cuestión de economía del hogar, llevarlo y traerlo me sale más barato”. Luego de leer las decenas de comentarios, concluyo que algunos llegan hasta a creer que son mejores padres o que aman más a sus hijos porque hacen eso, llevarlos y traerlos. Y no digo que esté mal transportar al hijo una que otra vez aunque sea ya todo un universitario, lo que está mal es que se le impida crecer con la excusa de estar “facilitándole la vida” o que “es por su bien” o que algunos padres, sobre todo madres, tengan su vida en pausa pues giran alrededor de la agenda del hijo.
Y ya que esta columna es más que todo un consejo de una madre preocupada, ahí va: no intente evitarle a su hijo caídas ni frustraciones ni golpes. No lo lleve en hombros. No lo cargue para cruzar la calle. Todo lo contrario, prepárelo para que pueda hacer todo eso sin usted. Eso que hizo en la infancia al comprarle bicicleta, patines, monopatines, sígalo haciendo con su hijo ya universitario. ¡Déjelo coger bus y que se unte de “pueblo”! ¡Déjelo que se enfrente a la ciudad como lo hace la mayoría de la gente que no tiene carro propio! Esa frustración, ese miedo, esa impotencia, esa angustia que genera el transporte público a esa edad, es también aprendizaje y es valioso. No se lo niegue. Esa experiencia, se lo aseguro, le aportará más a su desarrollo que la clase de derivadas e integrales que toma de 6 a 8 en la universidad.
Quien aprende a caer a tiempo (y coger bus equivale a caerse de la bicicleta una y otra y otra vez), no se quedará tendido en el piso ante el primer fracaso de su vida. No lo olvide.
@NanyPardo