En mis tiempos de estudiante quería usar aretes en las dos orejas. Eran los noventas y yo buscaba asemejarme a uno de los tantos ídolos del pop que pululaban en aquella época. La negativa de mi padre se mantuvo hasta que fui un adulto, a pesar de la certeza de que con o sin aretes yo hubiera sido el mismo estudiante: uno pésimo. Un par de agujeros en los lóbulos no iban a afectar el proceso de enseñanza y aprendizaje propio de las instituciones educativas.
Ahora bien, en los últimos días cobró especial relevancia la directriz de una rectora que, apelando a su autoridad, ha decidido prohibir los piercings, tintes en el cabello, relaciones amorosas entre estudiantes y otras cosas que se han venido convirtiendo en una cotidianidad al interior de las aulas. Los padres aplaudimos como focas tal desatino, porque nos alegramos de que el colegio imparta la disciplina y levante los límites que nosotros somos incapaces de levantar al interior de los hogares. Es completamente desatinado porque, como la experiencia misma nos ha enseñado, la prohibición lo único que logra es fomentar el deseo por lo prohibido.
Concedo que es un reduccionismo afirmar que el libre desarrollo de la personalidad (argumento esgrimido por los jóvenes para justificar sus estrafalarios estilos) es la razón por la cual un joven pueda hacer con su apariencia lo que a bien le parezca, pues dicho desarrollo de la personalidad debe trascender de la apariencia física; no obstante, es un asunto que no debe tomarse a la ligera, ya que la importancia del acto educativo debe generar procesos que ayuden al estudiante a comprender lo que implica poseer una identidad y desarrollarse en torno a ella, pero tal proceso no se va a lograr a través de la prohibición.
La dificultad radica en que corremos el riesgo de plantear como paradigma para el presente aquellas prácticas que funcionaron con nosotros en el pasado; unas prácticas basadas en lo punitivo, en el conductismo, en el castigo, en una serie de realidades que ya no existen. Prohibir a los jóvenes tener relaciones sentimentales al interior de las instituciones educativas es ignorar el desarrollo psico-afectivo y sexual que es natural entre ellos, y el colegio debe acompañar dichos procesos a través de la adecuada formación, no a través de la prohibición.
Prohibirles portar piercings o tinturar su cabello no será la solución a los problemas de autoridad, de desencanto por el aprendizaje, de facilismo y de malos hábitos de estudio que afectan a algunos de ellos, eso es atacar el problema de una manera muy superficial sin volver la mirada al verdadero núcleo de la situación. Sin duda este tipo de prohibiciones son muy populares entre algunos padres de familia y docentes, quienes prefieren olvidar que la preocupación excesiva por la apariencia física es tan vana y superficial como la prohibición misma de usar aretes.
Ahora bien, si tal normativa está consignada en el manual de convivencia de la institución es un tema que merece un debate aparte. Es menester que la institución educativa enseñe a obedecer la ley y a seguir las reglas que la sociedad dictamina para sus integrantes, pero ello no significa que muchos puntos propios de los manuales de convivencia (como los que dictan tales prohibiciones) merezcan revisión. El respeto, como valor fundamental al interior de las aulas, debería ser el único paradigma inamovible del proceso educativo. No me siento irrespetado si uno de mis estudiantes se pinta el cabello de naranja y se pone diez piercings; me siento más irrespetado cuando el acudiente no asiste al colegio para conocer el proceso de aprendizaje de sus hijos.