Nos separó el alcoholismo que te marcó la vida. Durante años fuiste apenas una figura efímera que aparecía tan sólo en ocasiones tristes o desesperadas. No recuerdo de ti juegos en el parque ni pude consultarte sobre la fórmula infalible para seducir a las niñas ni pedirte que me enseñaras los golpes adecuados para ganar las inevitables peleas con los compañeros del colegio. No pude compartir contigo mis primeras lecturas ni preguntarte porque me tocó crecer en un país donde la gente nunca ha parado de matarse. Pero hubo un día, uno de esos días inevitables en que la vida interior se la hace a uno pedacitos y en los cuales uno está dispuesto a jugársela por un sueño que nadie consigue entender. Recuerdo que mama me llevó del brazo, desesperada, a la espera de que tú, que eras su última esperanza, me hiciera entrar en razón. Apenas amanecía y la humedad de la mañana se podía ver con claridad en las láminas metálicas del contenedor de mercancías que habías improvisado como casa en una calle del centro de Bogotá. Escrito así en frío, la imagen puede parecer terrible, pero para mí es una de las imágenes más bellas de mi vida.
Golpeamos y asomaste semidesnudo y no sólo pude verte a ti, sino que pude conocer tu casa improvisada, tu taller de trabajo desordenado y ver las botellas de aguardiente que había tiradas por todas partes. Mientras mi madre lloraba y trataba de explicarte que me iba a retirar de la universidad y que con ello marcaría de forma absurda mi futuro, empecé a recordar aquellas noches en que llegabas a casa borracho, ponías un casete en un grabadora y hablabas de todos tus sueños imposibles. Empecé a recordar que alguna vez grabaste un disco y que tuviste sueños de actor de cine y que siempre animabas las fiestas con tu manera dulce de cantar boleros. Ahora estabas en la calle, consumido por el alcohol y próximo a la muerte, intentado comprender las razones de una madre atribulada por la locuacidad de un hijo. Un hijo que, al fin de cuentas, también era tuyo. Olía horrible, pero allí, junto a un hombre al que la vida ya le había robado casi todo, entendí quien era yo. Supe que un padre es necesario y es una de las cosas más bellas que nos ha dado la vida. En tu mirada cansada pero atenta entendí de donde provenían mis sueños. Y lo confirmé aún más cuando dijiste a mi madre que yo merecía la oportunidad de definir mi vida y que hay oportunidades en este mundo que nada tienen que ver con diplomas académicos ni títulos honoríficos.
Este es un texto corto y no puedo extenderme contando lo divertido que lo pasamos hablando y trabajando juntos los meses siguientes ni puedo pedirte perdón porque, a pesar del apoyo que me diste en ese momento, hubo un instante en que flaqueé y dejé manchar nuestra relación con un sedimento de rencor. Pero quiero que sepas que fuiste tu el que me dio fuerzas y que al final la vida te dio la razón. Gracias a ti entendí que es mejor morir con los sueños intactos que vivir en la resignación. Por eso, porque con tu fracaso me hiciste entender que antes que padre uno es un ser humano ahogado en dilemas y ansiedades y porque me enseñaste que todos mis sueños pueden estar contenidos en el casete donde dejaste grabadas tus últimas canciones y porque a nadie extrañe tanto como a ti el día que mi primer libro, he aceptado escribirte esta carta. Sé a ciencia cierta que no la puedes leer, que escribir algo así puede ser tan sólo otro sueño fallido. Pero sueños me diste con tu vida y de eso me sigo alimentando.