La primera noción que tuve del concepto de héroe vino con los libros de historia y no soportó el paso de los años: demasiada inmolación, demasiada distancia en el tiempo y demasiado abuso por los caudillos de turno como para que no se enmoheciera.
La segunda llegó con el catecismo y hablaba de santos o de mártires.
Con el paso de los años (y de los libros) entendí que el modelo de héroe cristiano se balanceaba en una cuerda floja que iba de la estupidez a la barbarie y que las muchas cosas buenas que esos seres humanos hicieron derivaban de su intrínseca bondad individual y no de su apego a un modelo asceta, aburrido, misógino, autoflagelante y mutilador.
Luego vinieron los superhéroes. Los divertidos, los sorprendentes, los Centellas, los Supermanes, los Bátmanes, los Chapulines Colorados, los Acuamanes.
¡Gloria eterna a los salvadores de chicas en peligro que en tantas tardes frente a la pantalla en blanco y negro nos hicieron creer que todos los problemas del mundo se solucionaban con una capa y un antifaz!
Lástima que al igual que los televisores en blanco y negro, los superhéroes y su magia se diluyeron en la neblina del tiempo.
Sin embargo un héroe, uno de verdad, uno que apareció en mi infancia, sigue soportado el paso de los días y su imagen se fortalece año tras año. Se trata de Pacho.
Pacho es mi tío. El mayor de mis doce tíos maternos.
Pacho nació en un pequeñísimo pueblo del norte de Antioquia, en una familia campesina pobre.
Si Pacho hubiera seguido el camino de la fría estadística y si él mismo no hubiera dedicado su vida a buscar su sueño y a vencer la predestinación, debería estar hoy —lo cual no es poco— administrando una finca lechera en Santa Rosa de Osos.
Pero Pacho decidió otra cosa en su temprana adolescencia y de una forma irrevocable: quería estudiar medicina.
Para mi abuelo la posibilidad de tener un hijo médico era tan cercana como la de tener un hijo astronauta: absolutamente irreal y económicamente inconcebible. Así que Pacho, combinando una tozudez a toda prueba y un par de mentiras piadosas, se fue del pueblo a la capital a cumplir su sueño.
Y consiguió un colegio y se graduó y se presentó a la universidad pública y estudió con un préstamo estatal y Pacho, finalmente, se hizo médico.
Eso fue hace más de 30 años.
Hoy a Pacho lo conoce muchísima gente en el mundo, lo llaman Doctor Francisco Lopera, lo admiran por su trabajo como Neurólogo, le otorgan premios por su trabajo al frente del Grupo de Investigación de Neurociencias de Antioquia y le piden entrevistas de la CNN y del New York Times.
Pero Pacho sigue siendo el mismo, mi tío. El que llega sonriente y cálido todas las tardes de los sábados a casa de la abuela. El hombre que pese a los premios y los reconocimientos sigue repitiendo que, con relación a su trabajo, el momento más feliz de su vida fue el día en que recibió la noticia de su aceptación en la Universidad. El hombre que venció a la predestinación.
Pero también sigue siendo mi Héroe, con mayúscula. El científico que ha dedicado en silencio y con obstinación su vida entera a investigar el Alzheimer y a imaginar una cura.
Pacho, junto a su equipo de neurociencias, está a punto de iniciar los ensayos clínicos de una vacuna contra el mal del olvido en familias que son portadoras del gen que él mismo describió.
Pacho sabe que es altamente probable que no esté vivo cuando aparezca la vacuna, pero eso en nada lo desmotiva porque se sabe parte de un cuerpo científico y se enorgullece de eso. La gloria le sabe a poco, los pacientes le justifican todo.
Perdonen que hable de mi tío pero ¡cómo no voy a hablar de Pacho!
O díganme: ¿cuántas personas tienen la posibilidad de sentarse los sábados a tomar chocolate con un superhéroe?