Pablo Pueblo en la COP16

Pablo Pueblo en la COP16

Pablo Pueblo, que Rubén Blades escribió con tan solo 18 años, es eso: una radiografía de la lucha diaria para sobrevivir de cualquier trabajador de América Latina

Por: Lizandro Penagos
octubre 23, 2024
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Pablo Pueblo en la COP16

Reza la historia de la salsa que en 1970 un joven y desconocido universitario llamado Rubén Blades Bellido de Luna, busca por todos los medios posibles en su natal Panamá, acercarse a un joven y ya reconocido Piero, que se presentaba esa noche en concierto para darle una de sus composiciones, escrita en 1968.

Se trataba de Pablo Pueblo, una radiografía de la lucha diaria para sobrevivir de cualquier trabajador de América Latina. Su combate contra la pobreza a sabiendas de que perderá, la decepción política que va de la mano de una esperanza tan persistente como improbable. Esa resistencia tenaz y esa fortaleza obstinada del espíritu humano que, como el mítico Sísifo, cada día empuja la roca hasta la cima de la montaña para verla caer de nuevo en la noche y volver a empezar de cero su tarea al día siguiente.

Pero el argentino sin arrogancia e impresionado por el contenido social de la letra que el panameño le cantó completita, se negó y le dijo: “No muchacho, yo no la voy a grabar. ¿Por qué me la das a mí? Grábala tú, es tu idea, es tu apuesta musical y, además, para que seamos dos los que estamos haciendo canciones con fundamento social”. Blades salió con su amigo Jaime Correa, que era su bastión de ánimo y lo había llevado al Hotel Panamá, un toque desilusionado, con su guitarra en un hombro y la certeza en el otro de que debía grabar sus propias canciones. La historia también nos dice que Blades no sólo cedió canciones como El Cantante, que inmortalizó Héctor Lavoe, sino que cantó de otros puños, letras como Plantación adentro de don Catalino el Tite Curet Alonso.

Pablo Pueblo, que Blades escribió con tan sólo 18 años, vería la luz siete años después de aquel encuentro con Piero Antonio Franco De Benedictis Scigliuzzo​, en 1977, en el álbum Metiendo mano, con el sello Fania al lado de Willie Colón. En honor a la verdad, más de medio siglo después no han cambiado mucho las cosas para la mayoría de los latinoamericanos que en la noche no llegan a dormir a sus ranchos, sino que prácticamente se desmayan, para continuar su rutina en la madrugada siguiente. Pero el pueblo es el pueblo y saca fuerzas y ánimos de donde sea para volcarse a cualquier espacio que le permita arañar la felicidad. Ante el hermetismo de la Zona azul y la imposibilidad de que Pablo Pueblo acceda a ella, la COP16 acertó con la Zona verde. Cada día se llena de propios y de fuereños que embebidos de caleñidad y novelería, asisten para darse un borondo y ver qué es lo que hay.

Y entonces pasa la ciudad por allí. Pasa el loco y el merodeador. Pasa el negro, el blanco y el mestizo, pasa el hombre real y el postizo. Pasa la dama y pasa el vagabundo, pasa todo el mundo por el Bulevar del río. Pasa el funcionario y pasa la Alcaldía, pasan de noche los indigentes y de día la policía. Pasa el obrero que pinta La Ermita y pasa fumando el maestro de la rusa que trabaja por su guita en la restauración del edificio Coltabaco.

Pasa el poeta y se queda mirando a Jorge Isaacs, negruzco y siempre relegado en la culata del Concejo de Cali. No lo limpiaron. No hubo plata para tratar la imagen del más ilustre escritor caleño de todos los tiempos. Pasa María, una señora que vende chontaduros de dos mil a cinco mil. Es octubre, pero hace su agosto. No tiene ni idea de que María, es la obra cumbre del Romanticismo colombiano y latinoamericano. Ni que las 49 piezas del monumento ennegrecido por la contaminación y la desidia, son de mármol de Carrara, una población italiana que le entregó al mundo un material que vive, respira y requiere un tratamiento especial.

Pasan dos niches, escoltados por dos policías. Son de Uganda o de Zambia, dice un viejo canoso que acaba de tomarse un guarapo de caña de tres mil a siete mil. Pasa una pareja de bailarines de salsa. Están sudados y fotografiados hasta el cansancio. Pasa María Susana Muhamad, la ministra de Ambiente y Desarrollo Sostenible, de ascendencia palestina y que funge como presidente de la COP16. Nació el mismo año en el que Blades grabó Pablo Pueblo. Pasan camarógrafos y curiosos que la rodean. Es pequeñita, dice una señora que vende muñecos de Frailejón Ernesto Pérez. Es grandiosa dice un hombre que desde un balcón bebe cerveza mientras observa la turba arremolinada al frente del stand de Bavaria que reza: “Por un futuro con más motivos para brindar”.

El chiste se cuenta solo, como solo se quedó Eder cuando la ministra le dijo NO a la propuesta de la elite caleña de declarar a la caña paisaje cultural del Valle del Cauca. Todos pasan y todos posan. Es la cuestión de esta sociedad, lo que realmente atrae de un restaurante o de un parque, de una cantina o de una feria, son los espacios para la foto. Pasa la gente y daña la foto.

Pasa un gringo en una bicicleta y detrás de él un camarógrafo gordo que le graba un video. Venden bicis y motos y carros eléctricos. Y bicicletas de bambú con uniones de fibra de carbono. Y venden buñuelos con corazón de queso doble crema y cremas de helados de frutas exóticas. Venden postre de natas y veneno para ratas. Y venden mango biche y ropa bordada para gente madurita. Y pasan cantantes, bailarines y sonidistas. Y pasa gente por las tarimas donde resuena el Pacífico y su negredumbre. Pasa Julián Rodríguez, el juglar urbano de mechas largas y discursos cortos. Posa con Brigitte Baptiste Ballera, la rectora, la bióloga, la columnista, la mujer transgénero que sí sabe de biodiversidad. Lleva el cabello corto de color azul aguamarina que hace juego con los tatuajes del pecho que deja ver el escote en ve de su vestido largo con estampado de serpientes.

Pasa el Ejército que se mimetiza con el pueblo y pasa una viejita por la Plaza de Caycedo. Lleva sobre la cabeza un manto negro y caminar lento rumbo a la Catedral de San Pedro Apóstol, cuyo frontis cubrirá en la noche un video mapping megadiverso. Pasan dos conferencistas rolos cacheticolorados. Se dirigen presurosos a uno de los minúsculos auditorios con capacidad para diez asistentes, porque la mayor parte de los visitantes viene aquí es a pasear, no a escuchar charlas. Pasa un vendedor de la Librería Nacional que husmea cual ratón de biblioteca sobre la ausencia de libros en este mercadillo, donde Pablo Pueblo se siente como en un museo: puede mirar mucho y no comprar nada.

Está feliz, se respira seguridad y jolgorio. Los hijos de la algarabía y de la calle están en ambiente de feria, en modo parche. A todos los refresca esa brisa loca de la tarde que baja de los Farallones… el paraíso biodiverso que casi ninguno conoce, que sólo miran a los lejos, como la zona azul de la COP16, como las montañas verdes que de lejos se ven azules.

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