Desde siempre, incluso cuando aún vivía en Colombia, he sido de aquellos que luchan para que nuestra idiosincrasia y valores patrióticos correspondan al verdadero carácter cultural colombiano. También, para que los pocos y muy poco productivos canales de televisión colombianos terminen de una vez por todas con la “heroización” de los capos de la mafia, los traquetos y las bellas chicas prepagos. Desafortunadamente y ya que el colombiano promedio es muy poco (por no decir cero) adepto a la lectura y su mayor fuente de “instrucción” es la televisión, ese tipo de producciones solo continúan perpetuando la idea de que ser malo paga y que hacer dinero rápido y sin escrúpulos hace parte de “nuestra malicia indígena”. Con lo que no contaba, antes de salir de Colombia, es que esta imagen que se ha vendido de nosotros en el extranjero se convierte en una cruz que los inmigrantes tenemos que llevar a cuestas, pues, queramos o no, en todas partes del mundo Pablo Escobar es sinónimo de Colombia.
Recuerdo la primera vez en la que me preguntaron de dónde era, respondí con orgullo (como aún lo hago) que era colombiana. Estaba lista a enumerar todas nuestras maravillas y particularidades, pensaba alardear de nuestro tan reputado café, de nuestro premio Nobel de literatura, nuestros ciclistas y artistas, cuando mi interlocutor resumió mi presentación con un: “Colombia, ah ¿Pablo Escobar?”. En ese momento y por primera vez en mi vida no supe qué responder. Sentí que la sangre me hervía y tome consciencia de que ese personaje, el cual había muerto cuando yo tenía 6 años y al que nunca había relacionado con mi cultura, me había robado la oportunidad de hablar y presentar a mi manera ese pedacito de cielo donde tuve la fortuna de nacer.
Como era de esperarse, para mi desdicha, la mayoría de personas que encontraba en Francia (en promedio 7 sobre 10) juzgaban prudente la misma y desatinada frase para hacer alusión a mi país, como si uno se paseara por ahí preguntándole por Hitler a cuanto alemán que se encontrara. Pero a diferencia de la primera vez, ya no me quedaba callada y empezaba una batalla para hacerles entender que Pablo Escobar no representa Colombia, que no tengo lazos familiares con él y que si bien el nuestro no es un país perfecto y aún hay mucho trabajo por hacer, tampoco es un campo de guerra en la que todos vivimos atrincherados. Este tema empezó a volverse muy fastidioso y ofensivo para mí. Incluso cuando entré por primera vez a un salón de clases a dictar mi primer curso de español a adolescentes de entre 14 a 16 años, tuve que hacer frente de nuevo a esta asociación y además, varios de mis estudiantes querían que les confirmara si todo lo que ocurre en Narcos era cierto, cuando ni siquiera sabía que existía esa lamentable serie.
Entendí que el problema era que también, al igual que en Colombia, el francés promedio no lee mucho (aunque se crea lo contrario) y que además les hace falta tacto. Hay que ser muy poco reflexivo y bastante insensible para preguntarle a cada colombiano que se encuentran por un ser tan despreciable que le hizo tanto mal a nuestro país y que nos encasilló a todos en un cliché de mafia y droga que desafortunadamente muchos otros han continuado acentuando. A partir de ese momento en lugar de enervarme y dejarme afectar por esas palabras cargadas de desconocimiento e ignorancia, empecé una campaña personal por mostrar la otra cara de Colombia y por explicar que Pablo Escobar, de hecho, no era colombiano. Y en realidad no lo era.
Para ser colombiano no basta con haber nacido en esa tierra y ser hincha “a muerte” del Nacional o de cualquier equipo de fútbol. No es suficiente ponerse la camiseta y pintarse la bandera en la cara cuando juega la selección. Tampoco basta con ser el más regionalista y pelearse sin sentido con otros para resaltar su fanatismo e intolerancia. Ser colombiano no significa ser tramposo, chanchullero, mañoso, mafioso o político. Un colombiano de verdad, o como dirían algunos, de pura cepa, posee una serie de características y valores que lo hacen único y que hacen que nuestro país, a pesar de haber sido desangrado y maltratado tantas veces, aún siga latiendo y su gente siga luchando por un mañana mejor.
Ser colombiano es ser honesto y honrando, es ser justo y trabajador. Es ser agricultor, profesor, médico, zapatero y todos aquellos que trabajan por construir un país más equitativo para todos. Ser colombiano es ser alegre, ingenioso, romántico, melancólico, conversador, parrandero y solidario. Ser colombiano no es otra cosa más que ser un verraco y Pablo Escobar no lo era, y el que siga pensando lo contrario es porque no ha conocido a un verdadero colombiano, a uno como usted o como yo.