Pablo Escobar es endiosado como una figura que encierra lo estrictamente colombiano

Pablo Escobar es endiosado como una figura que encierra lo estrictamente colombiano

A propósito de la serie 'Narcos' y el legado internacional de 'El Patrón del mal'

Por: G Jaramillo Rojas
septiembre 09, 2015
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Pablo Escobar es endiosado como una figura que encierra lo estrictamente colombiano

En un concierto de punkrock el vocalista de la banda de culto nos miró y nos dijo: ¡Un saludo al ejército colombiano de Pablo Emilio! Ya minutos antes, en el mismo recital, una persona que se acercó a preguntar dónde compraba cerveza nos había dicho de manera muy tópica y básicamente tornadiza: de Colombia, ¿¡eh!? ¿trajeron falopa?

¿Este tipo de situaciones no son, acaso, una suerte de ficción jocosa que frivoliza cosas profundamente graves que marcaron de forma no menos nefasta a todo un país?

El recital fue un domingo. El jueves unos amigos recibieron a un par de paisas en su departamento de Buenos Aires. Las chicas paraban para pernoctar un par de noches mientras salían para la encantadora ciudad de La Plata. En la mañana estuvimos hablando un poco de muchas cosas.

Uno de mis amigos les preguntó sobre el parque de los periodistas de Medellín, y una de ellas respondió de una forma aparentemente muy usual y sosegada como si el gesto violento pareciera un breve protocolo: 'Eso por ahí está muy jodido, ya no es como antes, ahora hay mucho paraco por ahí manejando el negocio –expendio de droga- y como son varios grupos pues se la pasan es dándose bala… no es como antes que uno iba y  encontraba gente para parcharla ahí relajada… por ejemplo el otro día estábamos con unos parceros y llegaron dos tipos en una moto y le dijeron a uno de mis colegas: le habíamos dicho que no volviera por acá marica, que por sapo lo íbamos a matar hijueputa'. Ante nuestra mirada atónita ella siguió contando que el joven amenazado les había replicado que a él nunca le habían dicho nada, que era muy probable que lo estuvieran confundiendo y que de hecho él casi no venía por ese parque. El forcejeo tanto físico como verbal duró un rato hasta que uno de los tipos sacó su pistola, lo que acarreó que un amigo del joven se metiera en la mitad y dijera con toda la serenidad del universo: Venga, no mate al pelao, todo bien que él no es el tipo que ustedes buscan. Después los tipos se dieron cuenta que todo era una equivocación por un simple parecido, pidieron disculpas, brindaron y se fueron.

Cuando yo escuché esa historia me asombró la naturalidad con la que era contada. Y mis amigos, bogotanos como yo, tampoco pudieron evitar el pasmo que acarrea que en cualquier lugar del mundo, por más remoto que sea, alguien llegue a matar y otro parroquiano interpele al sicario diciéndole tranquilamente que no lo mate como si estuviera pidiendo un favor o hasta solicitando un perdón. Y es que en Colombia las cosas son así. Y más en Medellín. Linda ciudad, en donde la primavera nunca se va y la amabilidad de su gente tiende a ser más bien excesiva. Ciudad que como muchos acá en Argentina han aprendido -gracias a la afamada serie o narconovela El Patrón del Mal emitida ya hace algún tiempo por el Canal 9 de la televisión abierta- es una ciudad muy violenta, como muchas otras en Colombia, pero un paraíso para hacer plata como dios no manda pero sí como los hombres desean.

Y es que días antes del mencionado concierto de punk-rock quien escribe había presentado una entrevista laboral para entrar como docente de Lengua castellana a una ONG. Había pasado la ya acostumbrada escena de que te pregunten: ¿de dónde sos? y responder que de Bogotá, Colombia, y que esta contestación genere un comentario abierto y desabrido sobre el mítico Pablo Emilio Escobar Gaviria, una figura que al parecer está sufriendo un viraje bien particular por acá en el cono Sur, sobretodo en Argentina, Chile y Uruguay –países que emitieron la serie con un éxito arrasador-, poniendo de moda la vida, los excesos, las excentricidades y las aventuras de El Patrón.

Caminando por Montevideo o Buenos Aires a finales de 2013, y comienzos de 2014, era muy común ver la edición de la revista THC –revista de la cultura cannabica- en cualquier kiosco con su primera plana: una modesta ilustración de un Pablo Escobar sonriente, con un porro de la dimensión de los dedos de BB King en sus manos, varios dólares en su bolsillo y la palabra Colombia en un tamaño de fuente por ahí de 60. En Uruguay la serie se terminó de emitir a mediados de 2013 y los diálogos monotemáticos sobre la droga en Colombia sostenidos por quien les escribe durante su estancia en ese hermoso país acarrearían una obra más larga que toda la Comedia Humana del gran Balzac.

Todo esto sin profundizar en los asuntos de que tanto en los diarios La Nación y El Clarín de Argentina, El Mercurio y La Tercera de Chile y El País de Uruguay de aquellos meses aparecieron notas, comentarios y crónicas de todo tipo donde se tratan las fábulas del narcotráfico en Colombia y su relación con la política, el fútbol, las mujeres, la guerra, etc., con tonos que más bien toman el camino algunas veces quisquilloso y ambiguo del humor, sin evidenciar lo funesto y espantoso de la verdadera historia.

Pablo Escobar está pasando a ser endiosado como una figura que encierra lo estrictamente colombiano, y con esto, lo malicioso, lo perverso, lo varonil y, sin más, lo honorable, como ejemplos de una vida sin límites, excitante y poderosa. Así es: el honorable hombre de izquierda venido de lo más bajo de la sociedad, que delinque para repartir entre el pueblo; y es que esto por acá en el Río de la Plata no es tan fácil porque históricamente hay una suerte de respeto y presunción por todo aquel que pasa de tener el nombre de nadie a tener el nombre de todos, y más si el dichoso “todos” pone los ojos y sus manos en favor de los marginados. Es honorable porque el Patrón es representado con toda la filantropía más conmovedora del caso y su estampa es más bien la de un superhéroe que se hizo rico de la noche a la mañana llenando de cocaína y diversión al mundo entero y poniendo en jaque a todo un país con sus antojos, exigencias y, naturalmente, con su infalible terror.

En febrero de 2014 mi compañera y yo volvíamos a Buenos Aires de un concierto gratuito en provincia y en el colectivo de vuelta nos abordó un indigente completamente borracho y entre su palabrerío y de una manera un tanto confusa pudimos percibir el nombre del dichoso capo. Ante esto yo agucé mi escucha y decidí hablarle para arrepentirme a los 10 minutos de haber empezado a escuchar su retahíla sobre la droga y Colombia, sobre Pablo y lo admirable y épico que le resultaba. Después en medio de su borrachera el tipo habló de Angie Cepeda y Aterciopelados para terminar con su amado Racing Club. Al bajarnos del colectivo y darnos cuenta que el chico que venía al lado de nosotros también lo había hecho, fue imposible no mirarlo, y él, al notarlo, empezó a hablarnos de fútbol local y su Vélez Sarsfield del alma, y claro, con el paso de algunas cuadras de Millonarios de Bogotá, de Nacional de Medellín y del América de Cali, o de narcofútbol, según sus propias palabras.

De esta manera, el venturoso Patrón del mal tiene todo para ser beatificado, canonizado y santificado en un mismo momento y sin tanta burocracia, así el nombre de la serie anticipe ya de entrada una connotación negativa. Eso no importa. Aquí no hay temor a la reivindicación de un martirio como lo fue, lo es y lo será para Colombia el tema del narcotráfico. Y es que la gente no tiene la culpa de pasar por ficción muchas de las cosas que tan campechanamente cuenta la serie, ni siquiera el canal 9, que también emite prácticamente cada nada cualquier cantidad de notas y documentales sobre el Patrón y/o la historia de Griselda Blanco que cuenta con su propia ficción titulada La viuda negra y que alcanza niveles altísimos de rating. La culpa es de la ignorancia que dejan los medios de comunicación a propósito de la cuestión de la droga: la vehemencia morbosa que suscitan las historias y lo entretenidas, apócrifas y poco educativas que resultan.

Ni la gente de allá ni la de acá, ni el mismísimo Pablo Escobar, ni todo su cartel, ni los consumidores de televisión, tienen la culpa de que el tema del narcotráfico sea tan adictivo como la droga misma y que produzca una curiosidad tan inconmensurable sobre ese fenómeno mediático que inmiscuye las consciencias en una irreflexión que hace que el televidente –de todas las clases sociales y de todas las edades- olvide o se salga de la cotidianidad con la excusa de la ficción que de a poco se va convirtiendo en una realidad deleznable, atiborrada de exagerada desinformación donde todos y todas son espectadores y no intérpretes, y en donde todos experimentan, como diría Stevenson, la pasión por el miedo, que es la más grande de todas las pasiones, y que además es, claramente, una pasión desplegada desde el sofá o el dormitorio en el momento del día en el que casi todo el mundo puede darse el lujo de descansar en completa seguridad e insuficiencia.

El texto del narcotráfico debe ser tratado como una cuestión de salud pública, porque con narconovelas como éstas –a las que ya estamos tristemente acostumbrados en Colombia y cuya narrativa parece ser muy difícil de superar-, se deviene toda una función social que no sólo es la de mostrar determinada fracción de la historia de un conflicto o de un lugar, sino que reproduce modelos de ser, de poder ser e incluso de querer ser. Y con esto no me refiero al no salvaguardo de la memoria colectiva, sino a la no banalización de la misma.

En países que tienen un alto índice de analfabetismo e incluso de deserción escolar como los latinoamericanos esto tiene consecuencias muy hondas, como por ejemplo que los jóvenes que siguen estos programas incondicionalmente puedan empezar a ver salidas fáciles a sus situaciones de marginalidad y pobreza. Es cómodo –y paradójicamente realizable- creer que se puede ser millonario y respetado asumiendo los roles radicalmente opuestos de malo y benevolente en contextos de suma vulnerabilidad humana. Pero lo cierto es que para un muchacho sin oportunidades ni esperanzas de ningún tipo resulta mucho más seductor darse cuenta que el estudio o el trabajo honesto no sirven para nada y que es mucho mejor –y más rentable económica y socialmente- empezar a experimentar el culto al poder, a la violencia y a lo ilícito.

Para muchas mujeres también puede resultar muy fácil seguir el rol de reducción y poca dignidad en el que son puestas las más cercanas al patrón: completa subordinación, consumo desenfrenado e inconsciente, tetas y culos postizos para satisfacer el hambre machista del capo, el no poder preguntar ni cuestionar, ni ser ni hacer por sí mismas sino optar por el silencio y la conformidad, además de reproducir la idea de que narcotráfico es también un sinónimo de glamour o que en el peor de los casos, lo posee. Todo esto va aportando peso a la figura de Pablo Escobar como un símbolo de una nueva cultura pop, redimiéndolo como un malo de caricatura como el Brutus de Popeye y no como, evidentemente, fue de verdad.

Ahora bien, que factible resulta para una niña de una villa o barrio de emergencia ver cómo un narcotraficante promete –y cumple- cielo y tierra a la virginidad, por una o varias noches de sexo, cosificación y sometimiento. Que natural puede ser para los más pequeños crecer viendo algo así y poder constatarlo en su barrio, en su provincia, en su país y en el mundo entero con el bombardeo directo e indirecto de terrorismo e intimidación que todos sufrimos a diario. ¿Es una opción de vida, no? Igual si todos vamos a parar al mismo lugar que más da, pueden pensar mientras intentan descubrir entre las sombras el inexistente rostro de Mefistófeles.

Qué triste resulta no que esta sea la imagen que una serie deja de un país en el exterior, sino lo que deja para el país al que llega. Finalmente los colombianos hemos normalizado el hecho de que en todo lado y de una u otra manera se haga la infaltable referencia sobre la droga. Además de haber interiorizado el profundo estanco de desintegración social en el que nos encontramos al día de hoy, cuando los nuevos narcotraficantes si no están detrás de una curul en el congreso, se mutaron en terribles paramilitares –en su momento ascendidos hasta la presidencia de la república y hoy en el excelentísimo senado- o bandas criminales que matan, extorsionan y desplazan defendiendo intereses privados y expansionistas o, en su defecto, guerrilleros que utilizan el nombre del pueblo y la doctrina “materialista histórica” como banderas para seguir desmembrando y engañando al país.

Dejo claro que esta ¿crónica, columna, texto? no es de queja, contra nada ni contra nadie, sino de simple reflexión, porque ese miedo e incertidumbre que nos tocó vivir a muchos en carne y hueso, ese no poder moverse libremente por su país por miedo a ser secuestrado o simplemente desaparecido, ese dolor que algunos preciosos paisajes inspiran por la desolación que dejó el desplazamiento forzado, los nudos en las gargantas y las historias digamos inverosímiles y a veces inenarrables de las víctimas, no fueron precisamente un cuento de hadas, ni la realización de la tierra prometida como muchos me han descrito a Medellín, sino prácticamente la cristianización de una forma impresionante de desgracia para millones de personas en un contexto de violencia y descomposición moral extremados por la sevicia y el dinero.

Tampoco resulta para nada gratificante que por culpa del mercado de la producción audiovisual todos los colombianos en el exterior tengamos que tragar saliva ante lo que todo el mundo no sabe, sino que simplemente imagina, gracias a lo que ha escuchado o a lo que sencillamente ha visto. “Muy bien” por el canal caracol que produjo esa serie porque se llenó los bolsillos vendiéndola a diestra y siniestra y mal por todos los canales privados de los países que compraron sus derechos porque ignoran la semilla que están sembrando, también, en nombre del dinero, además de concertar nuevas formas de tráfico con una droga más potente que el narcótico en sí mismo: la manipulación y estupidización de las masas.

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