Hace un tiempo cené junto a Piero y Sebastián Marroquín, quien a pesar de cambiar su nombre años atrás no duda en reconocerse como el hijo de Pablo Escobar. Sin embargo, sabe que es más que eso y lo pude corroborar, es la prueba viva de que podemos forjar nuestro destino, construir el futuro y ser protagonistas de la propia felicidad a pesar de los contextos.
Sebastián tuvo un padre, el llamado patrón de patrones, quien está rodeado de historias de guerra, muerte, montañas, dinero y por qué no, mucho amor para su pequeña hermana Manuela y para él, Juan Pablo. Pero en el camino sinuoso de la vida, cuando Escobar murió y ningún gobierno parecía querer dar asilo a los herederos del hombre más buscado de mundo, otro padre con un corazón inmenso llegó a la vida de la familia Escobar Gaviria: Piero. Él, un gigante que había hecho florecer sonrisas y erizar la piel de todo Latinoamérica, el de “viejo mi querido viejo” y “la sinfonía en la mar”, canción que tarareaba Pablo y su pequeña hija tirado en una cama mientras Medellín ardía, y que sería la nota que construiría el hilo de un cariño que dos décadas después me tendría sentado una noche en Buenos Aires en un restaurante bajo la misma luna de Piazzolla, Borges y Gardel.
La mesa era un cuento macondiano, Sebastián Marroquín y su lúcida esposa, que lo acompañaba desde el exilio con la entereza de un amor a contracorriente. Mauricio Herrera Valle, funcionario de Derechos Humanos de la Alcaldía de Medellín, que al igual que yo quería pensarse un espacio en la ciudad de la montaña con el contundente mensaje a los jóvenes: que se puede llegar tan lejos como luches por tus sueños sin renunciar a los principios. Además, Mauricio llevaba otra historia a sus espaldas, era sobrino del gran Jesús María Valle, asesinado en ese círculo imparable de violencia en Antioquia por uno de los tantos grupos que con armas escribe a sangre la crónica de Colombia desde hace siglos. Luego, estábamos Sergio Perata y yo, conspirando por un destino diferente al de la soledad y el desarraigo de la patria bananera y finalmente como catalizador de esta mixtura, quien invocó el especial encuentro, el maestro Piero.
Podría escribir un libro entero entre cada plato o una trilogía de aquella noche, historias maravillosas, una más asombrosa que la anterior, secretos que cada comensal contaba con tranquilidad pero que un cronista grabaría con voraz ansiedad; la intimidad del patrón, la humanidad paternal de la bestia que cuenta el mundo entre libros, novelas, películas y series como un mito que no acaba; los escoltas de los Galán y Rodrigo Lara (hijo) cuidando a Sebastián a su llegada a Colombia, cuyos padres los había unido la misma bala asesina ordenada por el capo del cartel de Medellín. Escuchamos los detalles de las canciones compuestas por el maestro Piero y su amistad con la negra Mercedes, Rubén Blades, Guayasamín o las lágrimas que llevaron a Vicente Fernández a grabar su gran éxito, Mi Viejo. Hablamos de las últimas horas del defensor de derechos humanos Jesús María Valle, cuyo asesinato todos profetizaban y que fue declarado delito de lesa humanidad. Vivimos una noche mágica donde la esperanza y el deseo de otro futuro era el invisible hilo de las narraciones extraordinarias como en las borgianas.
Terminó la cena, y mi mente era un huracán de historias, hubiese querido grabar todo. Mi memoria se sentía mareada esperando recordar cada minuto, y mientras tomábamos la foto final, como único testimonio de que existió esa noche, miré a Sebastián besar a su esposa pensando seguramente en la pequeña hija que a esa hora ya dormía. Redescubrí que se puede ser protagonista de la vida a pesar de los más complejos contextos. Ahí estaba él y sus circunstancias como escribiera Ortega y Gasset, con su bestseller, con el cariño de Piero, viajando por el mundo luego de terminar su carrera, pero seguramente construyendo un universo donde pueda ser el mejor papá y soñando con lo que no pudo sentir su propio padre, ser un abuelo feliz.