"Los niños nos acostábamos más temprano para que los regalos llegaran pronto y éramos felices oyendo las mentiras poéticas de los adultos" —Gabriel García Márquez.
Llegó la navidad y el reloj de la iglesia sigue en la misma parte, las misma calles con los mismos viejos, vestidos de gabardina, van de una esquina la otra. Los niños de la calle abajo miran por la ventana a los otros niños de la calle arriba con sus juguetes importados, son sorprendente motos a control remoto y carros con luces multicolor, helicópteros que vuelan impulsados por algún acto de magia. Los niños de la calle abajo salen con sus carros de madera y muñecas de trapo desbordados de alegría, sin importarles la prepotencia de sus vecinos con sus juguetes traídos del otro mundo.
Mientras en los grandes almacenes exhiben los juguetes más sofisticados para esperar los compradores gordos y finos que llevan bolsos llenos de plata; al otro lado, en la calle abajo, los padres de los niños pobres viven su tragedia en medio de la soledad en un tugurio de cartón y tablas viejas a la espera de un milagro que les traiga la sonrisa caritativa de esas almas buenas que tienen el corazón sensible y lleno de bondad. La gente se pasa de largo y no mira la necesidad ajena, y aunque algunos muchas veces la vean no se detienen a mirarla ni a contemplarla. Es la necesidad, esa que tiene cara de perro sin dueño, la que nos deja mudos ante la indiferencia de una sociedad ensimismada e incapaz de darle el remedio al dolor ajeno.
Si el Niño Dios o Papa Noel viene con los regalos que no se pierda de camino, allá lo están esperando los niños de la calle abajo, sin ropa y sin zapatos, solo con la mirada profunda, clavada en el horizonte, mientras el sol muere en su regazo.